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viernes, 10 de octubre de 2025

"Amarilla", de Marta Sanz

Amarilla (La Bella Varsovia, 2025), el nuevo y quizás mejor poemario hasta la fecha de Marta Sanz, nos sumerge en una experiencia poética áspera, de respiración contenida, donde el lenguaje no se derrama, sino que se filtra como una herida mal cerrada. Este no es un libro de contemplación pasiva, ni mucho menos una celebración de la belleza efímera. Es un poemario que se escribe desde el borde, desde la carne viva, desde un mundo que arde no por pasión, sino por desesperanza, enfermedad y violencia:

 "Se me perdió un poema / en mitad de la calle. / Tuve una visión instantánea y certerísima. / En el lagrimal, alfiler. / Horas más tarde, / no puede recordarlo. / Es mentira que olvidemos / solo las palabras / que no merecen la pena."


Desde los primeros versos, el lector se enfrenta a un yo lírico que no puede —ni quiere— replegarse al interior de sí misma. Su mirada, en cambio, está tensamente volcada hacia el exterior, hacia una realidad insoportable: el conflicto en Gaza, ese epicentro de dolor repetido y olvidado por la comodidad de Occidente. Marta Sanz no pretende explicarlo ni tomar un rol mesiánico. Escribe desde la herida, no sobre ella. En sus versos, Gaza no es solo un territorio geográfico, sino también un símbolo del despojo, la infancia mutilada, la rutina de la muerte. Hay una ética del lenguaje que se despliega en cada poema: no se trata de estetizar el sufrimiento, sino de dar testimonio de lo que duele incluso en la distancia. El compromiso es radical no porque grite, sino porque resiste al silencio:

"¿Tenemos derecho a compartir la acrimonia, / la hez, / la grieta, / contra un punto / muy específico / del globo terráqueo? / El misil geoestratégico desgarra la tripa concreta de un niño palestino."

Sin embargo, el conflicto externo se entrelaza con otro frente de devastación: el del cuerpo enfermo. El poemario avanza como una radiografía que se revela lentamente, mostrando primero sombras, luego órganos marchitos, hasta terminar en una conciencia que se enfrenta al deterioro con una claridad casi cruel. No hay lugar aquí para la idealización del dolor físico: la enfermedad es mostrada como una forma de despojo más, una pérdida progresiva de lo que alguna vez fue vitalidad, deseo, futuro. Hay pasajes donde el cuerpo se presenta como un campo de batalla sin héroes, sin gloria; solo el cansancio, la repetición de los síntomas, el eco de las consultas médicas, la espera interminable en pasillos clínicos sin nombre:

"En la cama A-23 de agudos, / una mujer con cara de buena / se quita la vía de un tirón / y se caga encima / y se vuelve a cagar. / (...) La médica le hace poner las palmas / hacia arriba y hacia abajo, le pregunta por sus hijos y sus nietas mayores, / todas ya menopáusicas."

Esta conciencia de la decrepitud no es únicamente física. El poemario construye una visión del tiempo en la que el porvenir es apenas una brasa que se extingue. “Porque sé que la edad contamina y depreda”, dice uno de los versos más demoledores del libro. El futuro no es promesa, es carga. Hay una nostalgia amarga por un porvenir que nunca llegó o llegó vencido. El lenguaje se vuelve más contenido, más opaco, como si el mismo proceso de escribir estuviera minado por la fatiga. Pero esa fatiga no es debilidad, es resistencia: escribir aun cuando nada promete ser salvado:

"El ritmo del poema / es un latido. / Pum pum. / Pum Pum. / Todos los corazones, / más pronto que tarde, / se van a parar. / Llegará el fin / de cada soneto. / La definitiva extinción / de los estrambotes."

A nivel formal, el poemario se caracteriza por una sobriedad hiriente. No hay barroquismo, no hay ornamento; las imágenes son filosas, concretas, casi documentales. La puntuación se diluye en muchos pasajes, como si la propia sintaxis hubiera sido alcanzada por el deterioro que atraviesa a todo el libro. Esta decisión estilística no es arbitraria: expresa el quiebre del orden, la pérdida de estructura, tanto del cuerpo como del mundo, que amarillea y se descompone. Sin embargo, entre estos escombros, Marta Sanz no deja de buscar un lenguaje que diga, aunque sea con dificultad, lo que aún no ha sido dicho del todo.

Hay momentos en que el poemario roza una especie de mística oscura: no la del consuelo divino, sino la de una pregunta abierta hacia la nada. ¿Qué sentido tiene resistir cuando ya todo está en ruinas? La respuesta, si existe, no está en la esperanza sino en la obstinación de nombrar. El acto de escribir —de dejar constancia— se convierte así en una forma última de dignidad.

Amarilla es una obra necesaria y descarnada. No ofrece refugios ni respuestas fáciles. Se sostiene sobre el dolor, sí, pero también sobre la lucidez, esa rara forma de valor que consiste en mirar la devastación y, aun así, no apartar la vista. El lector no sale indemne, ni debería. Este libro no se cierra: se queda respirando lentamente, como un cuerpo enfermo que, a pesar de todo, insiste.

Fernando Mañogil Martínez