Manuel Astur nos sorprende con este poemario de hondura lírica y mirada trascendente, nos invita a transitar un territorio liminal donde lo bello y lo cruel se funden en una danza inquietante. Desde sus primeros versos, la voz poética se ve sacudida por imágenes que irrumpen como relámpagos desde una exterioridad que no busca consuelo, sino verdad:
Temo que tras el golpe llegue el silencio
que tras el diluvio quede la gota constante
capaz de horadar la roca
el desconsuelo.
Ahora temo el jardín vacío
y el sol naranja, todavía
no ha llegado el verano y
ya lamento el invierno.
("Temor")
Esta belleza —dura, casi mineral— parece llegar desde algún punto distante, cargada de recuerdos no del todo apagados, heridas apenas cicatrizadas, momentos de fugaz plenitud que hoy regresan como espectros luminosos:
Mi madre me contó que, cuando era niña,
unos hombres que partían leña
cogieron una gallina blanca que pasaba por allí,
la pusieron sobre un tocón
y de un hachazo le cortaron la cabeza.
Después, dejaron que el cuerpo siguiera andando
hasta que, al cabo de unos metros, cayó muerta.
Todos se reían.
Atardecía. Olía a resina y a tierra húmeda.
Había golondrinas. El cielo
se oxidaba como una manzana pelada.
El repicar de la campana de la pequeña iglesia
caminaba por el valle como una vaca que regresa a la
cuadra.
La eternidad se lavaba los pies cansados en el arroyo...
("Los bromistas")
Sin embargo, lo que podría hundir al poeta en la melancolía o el cinismo, se transforma en este libro en una suerte de alquimia emocional. Entre las grietas del dolor, el autor deja filtrar una luz distinta: instantes en que el alma parece suspender su duelo y hallar una forma nueva de estar en el mundo. Es en esta tensión entre el recuerdo punzante y la aceptación serena donde el poemario alcanza su mayor fuerza:
Alguien nacerá mañana y será alguien,
muchos nacerán el lunes
y serán personas dueñas de tu mundo,
que te juzguen, que te odien,
que te lean, que alguien nacerá
mañana cuando ni ellos ni yo estemos...
("El fruto siempre verde")
Hay en estas páginas una sabiduría ganada a pulso, que no niega el desgarro ni romantiza la experiencia. El poeta comprende, finalmente, que incluso la amarga caída del fruto siempre verde de la vida —imagen central del libro, tan rica en matices— es parte del ciclo que da sentido. La eternidad no está en la permanencia, sino en la atención con que se vive cada tránsito.
Obra madura, intensa y vulnerable a la vez, este poemario se convierte en un espejo que devuelve al lector no sólo el reflejo de sus pérdidas, sino también la posibilidad de reconciliación.
Fernando Mañogil Martínez.