El poemario de José Antonio Pamies (Cox, 1981), Bajo el cadáver del poema (Ed. Averso 2024), se despliega como un diario de estaciones inmóviles, una suerte de cartografía íntima donde cada día parece repetirse con la precisión de un péndulo. Sin embargo, la aparente monotonía que atraviesa los versos no es mero tedio: es una forma de resistencia, una manera de conservar los contornos de la experiencia cuando el tiempo, implacable, intenta desdibujarlos. Pamies convierte esa repetición en un espejo que devuelve no solo rutina, sino ecos de una vida que se mira a sí misma para no perderse: "Sumergida y rota / en los espejos de la calle / avanza la existencia / y su obstinado engaño, / otoñal devenir / de la página en blanco, / ceniza en la memoria, / vacíos campos, / este abúlico verbo / hoy señala una piel / incapaz de encender / la vida de los años, / grandes hojas caen, / sutil fracaso."
El dolor por el paso del tiempo late con una sobriedad contenida. No hay dramatismo ni excesos, sino una melancolía transparente que va erosionando las imágenes hasta dejarlas al borde del silencio. Esa erosión es también la materia del libro: cada poema parece escrito con la conciencia de que el instante ya se ha ido mientras se escribe, y esa fugacidad dota al texto de una vulnerabilidad conmovedora: "Ha transcurrido el día / y en su urgencia de fuego / se ha esfumado la realidad, / nada termina en su morada / que no podamos olvidar / al declinar la tarde, / no hay nada que puedas hacer / para detener el tiempo/ o retener la rosa, / el porvenir no llega nunca, / es el miedo lo que agota / y la muerte acecha sin avisar, / ninguna piedra recordará tu nombre, / duerme a salvo del tiempo mientras puedas."Uno de los ejes más potentes es la reflexión sobre el lenguaje. Aquí las palabras no son refugio, sino un territorio quebradizo donde el poeta tantea a oscuras. Se evidencia la sospecha de que el lenguaje es insuficiente para nombrar el mundo y, a la vez, es la única herramienta que queda para intentar reconstruirlo. Ese vacío verbal, lejos de volverse un obstáculo, funciona como impulso poético: la escritura avanza precisamente desde la falta, desde la conciencia de que siempre habrá algo que no podrá decirse: "Anochece, / y los vocablos flotan / en un mar de páginas vacías, / lucho conmigo / hasta encontrar el verso que me salve, / pero solo hay cansancio y ruina, / y una esperanza placentera / de cruzar ese umbral/ que separa el día del sueño."
La fragilidad de la poesía —su naturaleza efímera, su incapacidad de detener el tiempo— se vuelve entonces el corazón del libro. Cada texto parece a punto de desaparecer, como si estuviera hecho de ceniza o de luz demasiado tenue, y es justamente esa precariedad la que lo vuelve tan humano. Bajo el cadáver del poema no pretende ofrecer respuestas ni consuelos, sino acompañar al lector en la experiencia de habitar un mundo que se deshace mientras buscamos maneras de nombrarlo: "Instalado en la nada / de esta existencia oblicua / brindas por aceptar / el simulacro de la vida, / con un vago recuerdo / de luz entre los pájaros/ soportas el tictac."
En conjunto, es una obra íntima, delicada y lúcida, que transforma la repetición en rito, la pérdida en memoria, el silencio en una forma de verdad. Un libro que no se lee para obtener certezas, sino para aprender a escuchar lo que queda cuando todo lo demás se vuelve ruido.
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