Después de diez años de "silencio poético", Carlos Pardo nos sorprende con La comedia de la carne (La Bella Varsovia, 2025), en este poemario, el amor aparece como un territorio minado: a veces campo de batalla, otras un escenario tragicómico donde las promesas se disfrazan de eternidad, pero caducan antes de tiempo. Pardo recorre distintas perspectivas del sentimiento: el deseo inicial que arde y enceguece, el desencanto que se filtra como agua fría por las rendijas, y la herida que, en lugar de cerrarse, aprende a convivir con nosotros:
Avanza todo al paso
de una epifanía.
Y esta, por lo común,
empieza con la decepción.
Decepcionarse te libera
tan rápido del miedo
a errar, a ser incomprendido
o tan solo a perder.
La decepción es una libertad.
(Fragmento de "Decepcionarse")
La tristeza aparece a menudo, pero no es constante ni asfixiante: se aligera con destellos de ironía, como si la voz poética guiñara un ojo al lector para decirle “sí, duele… pero no vamos a fingir que no tiene algo de ridículo”. Esa ironía, lejos de trivializar el dolor, lo vuelve más humano: permite reconocer que el amor es un asunto serio, pero también una obra de teatro donde nadie recuerda bien su papel:
Hemos vivido muchos días juntos.
Hasta ponernos malos por
una intoxicación
ha sido la oportunidad
de conocernos más
y vivir en la cama.
Hoy me recuerda los inicios
de nuestro amor. No es una
sucesión de señales
del destino sino
el más destartalado erial.
Yo no estuve ni fui
su verdadero amigo nunca.
(Fragmento de "Después de los mejores días juntos")
Con un lenguaje que oscila entre lo íntimo y lo punzante, estos poemas capturan la fragilidad del vínculo afectivo y la manera en que, incluso en la pérdida, buscamos sentido en los gestos pequeños, las anécdotas mínimas y las frases malgastadas. Es un libro para quienes saben que el amor, en cualquiera de sus formas, siempre deja una mezcla incómoda de nostalgia y risa.
El broche de oro es el último poema, eje y corazón del libro, el tiempo se despliega como un mapa inmenso: comienza en los orígenes de la Tierra, cuando todo era magma y promesa, y avanza hasta la actualidad, donde la modernidad late entre pantallas y ruido. Cada verso es una capa geológica: en las primeras, se siente el peso de la creación y el misterio de lo que nace; en las últimas, una superficie erosionada por siglos de búsquedas inconclusas.
Carlos Pardo no se limita a narrar el paso de los años, sino que lo experimenta como una línea que une la grandeza de lo elemental con la pequeñez de nuestras rutinas. La ironía asoma entre las grietas: se sugiere que, a pesar de tanta historia acumulada, hemos habitado este tiempo “vacíos”, como si la herencia del universo fuera demasiado vasta para nuestras manos frágiles.
El poema condensa el espíritu del conjunto: la tristeza de lo que se pierde sin siquiera haberlo poseído del todo, y la extraña belleza de mirarnos desde lejos, como una especie que ha pasado por eras enteras para terminar preguntándose por el sentido de su propia sombra:
La tierra
tiene una edad aproximada
de cuatro mil quinientos millones de años.
La vida en la tierra
comenzó hace tres mil o cuatro mil
millones de años,
dependiendo de qué consideremos vida.
Los homínidos tienen una antigüedad
de cuatro a siete millones de años,
según qué definamos como homínido bípedo;
los Homo, tan sólo
dos millones y medio.
El primer Homo sapiens,
eso que somos, aparece
doscientos mil años atrás.
Hasta el diez mil antes de Cristo
baila, se aburre y hay quien aventura
que para entonces ya ha inventado
la religión. El Homo vive
feliz cazando al fresco.
La cosa acelera un poco antes del
cuarto milenio antes de Cristo:
la escritura, la rueda, las ciudades,
el comercio, la guerra y la decoración
de templos.
Es decir,
ciento noventa mil de nomadismo
recolector, caza abundante y frío
glacial, sin escasez y sin malaria
(sin las enfermedades de vivir apiñado),
y apenas
seis mil (o siete mil) años de Historia,
de convivir con la basura,
el ahorro y los recuerdos.
Mientras el hombre caza, la mujer
descubre la fermentación,
inventa la cerveza y, de paso, la química,
los telares y las manufacturas;
y el dibujo rupestre,
donde cada animal es único.
Ciento noventa mil años
sin dobles sentidos,
con una confianza literal
en el símbolo
que a veces
pone en riesgo la vida:
por ejemplo si nos alimentamos
de la hermosura de una flor azul.
Ciento noventa mil años sin arte
ni comedia romántica
ni verdadera poesía.
Sólo seis mil años de Historia.
Seis millones: un mono
baja del árbol con andares
desordenados. Dos millones:
un rostro familiar.
Ya hay moscas en el Pérmico.
Es imposible no sentir predilección
por los años vacíos.
("Ya hay moscas en el Pérmico")
(Poema íntegro extraído de: https://luvina.com.mx/ya-hay-moscas-en-el-parmico-carlos-pardo/ )
Fernando Mañogil Martínez.