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jueves, 7 de agosto de 2025

'El gran amor', de Andrés García Cerdán

El gran amor (Visor, XXVII Premio Generación del 27, 2025) es un canto sereno y vital que se alza en medio del ruido del presente. Lejos del cinismo o la desesperanza, Andrés García Cerdán opta por una mirada clara, casi contemplativa, con la que recorre el mundo y la naturaleza no como simple escenario, sino como una fuente inagotable de sentido.

Con una voz limpia y sin afectación, García Cerdán celebra lo esencial: el ritmo secreto de la vida cotidiana. Hay en estos versos una conciencia del milagro de existir, una ética de la atención y del asombro. La naturaleza, descrita con una delicadeza que evita lo grandilocuente, se convierte en refugio frente a la violencia —esa otra fuerza que el poeta nombra solo para negarla, para marcar distancia:


Hablaba todo el mundo 

de todo,

pero todo era silencio en todo.

Tanto bullicio para qué.


Ahorcada en los semáforos 

moría la verdad,

esto es, todo lo que 

tiene que ver con la belleza.


Ya no olían a nada los limones:

dónde su cristal amarillo,

el jugo de su hermoso ácido.


Tanta caducidad, 

tanta mentira, 

etcétera. 

(Fragmento de "Mentiras, mentiras")


El rechazo de la violencia no es panfleto ni consigna: es una elección estética y moral. El poema, entonces, se convierte en un espacio de resistencia suave pero firme, donde la belleza no es evasión sino afirmación de vida.

Entre las imágenes más conmovedoras del libro se encuentran aquellas dedicadas al hijo. La paternidad no aparece idealizada, sino como una forma concreta del amor: una presencia que transforma, que arraiga, que da sentido. El poeta no observa al hijo desde una distancia paternalista, sino que se deja interpelar por su mirada, por su fragilidad, por su capacidad de renovar el asombro ante el mundo:


Mira, Teo. Aún hay gorriones.

Es septiembre y se mueven

a tu lado. Los últimos 

gorriones.

Se hacen 

con un trozo de pan y vuelan cerca,

un poco, apenas unos metros,

y desde ahí te observan: te conocen.

(...)

Si aparecen, si vienen hasta ti,

es porque saben

que tú eres su hermano. Míralos:

su eternidad, 

su asombro, 

su alegría. 

En cada salto, el gran amor

del mundo,

una celebración del equilibrio.

Han venido a cantar contigo. Canta

con ellos. Dales pan, dales un nombre.


(Fragmento de "Mira, Teo")


Otro aspecto destacable del poemario es la importancia que se le da a la palabra, la cual no solo nombra el mundo: lo reinventa. Cada verso es una declaración de fe en el lenguaje, en su capacidad de capturar lo fugitivo, de darle forma a lo inefable, de rescatar la belleza de su silencio.

La voz poética parece decirnos que, en un mundo cada vez más ruidoso y fragmentado, aún es posible detenerse, observar, nombrar… y al hacerlo, salvar algo de lo perdido. La poesía, en este sentido, se vuelve no solo testimonio, sino forma de resistencia. Frente a la brutalidad o la indiferencia, este libro defiende la belleza como una forma de verdad, y la palabra como su instrumento más noble

El poeta se acerca a la realidad con una conciencia aguda de que todo lo visible —la luz, el cuerpo, la flor, la lluvia— necesita ser dicho para existir plenamente. Nombrar no es aquí un gesto utilitario, sino un acto casi sagrado. La palabra se vuelve puente entre el mundo y el asombro, entre la experiencia y su sentido profundo:


Adoro ese hierbajo 

que hunde su raíz en las baldosas

o se estira en los techos de uralita

como si ahí

fuera a encontrar el cielo. 

(...)

Ante este éxtasis vulgar,

ante el temblor de lo invisible, 

morir de amor.


Malditos sean los mezquinos 

los que van por ahí ajenos 

a la fragilidad.


(Fragmento de "Alturas")


En tiempos oscuros, este libro elige la luz. Y no una luz ingenua o decorativa, sino aquella que se filtra entre las grietas, que persiste a pesar de todo, la luz amorosa, el gran amor de los seres queridos y la imponente naturaleza.


Fernando Mañogil Martínez. 

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