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viernes, 14 de noviembre de 2025

"Puerto sin mar", de Esther Abellán

 El nuevo poemario de Esther Abellán, Puerto sin mar (Chamán ediciones, 2025), se erige como un canto desgarrado y, al mismo tiempo, luminoso, sobre la pérdida y la resistencia. Su núcleo simbólico —la desecación del mar— atraviesa cada verso como una herida abierta: el mar que retrocede, que se convierte en desierto, refleja no solo la devastación ecológica sino también la humana. Allí donde antes hubo agua, vida y movimiento, el yo poético encuentra silencio, ruina y abandono: "El mar crujió bajo los pies / como una madera seca / que rompe los silencios / como gritos acunados/ en el balcón del alma. / Los símbolos rozaron / el lenguaje del agua / y se quedaron dormidos / para serenar los cuerpos."


A través de imágenes intensas y una voz que oscila entre la denuncia y la contemplación, el libro entrelaza la desaparición del paisaje con otras pérdidas contemporáneas: el amor, el desahucio, la migración forzada, la fractura de los vínculos. El mar seco se convierte en metáfora de todas las sequías que padece el ser humano —la emocional, la social, la espiritual—, en una geografía común de la desposesión: "Miré fijamente el paisaje / hasta sentir la inmensidad rota en mi garganta. / Observé que la línea del mar se dibujaba en el asfalto / envuelta y astillada en los pulmones. / Mi corazón se aferró a la esperanza del viaje de Ulises / y los esturiones me inundaron los ojos / y las lágrimas volaron sobre las olas / para escribir frente a un puerto sin mar / plagado de deseos y ficciones."

Sin embargo, en medio de esa aridez, el poemario no se entrega al nihilismo. La palabra poética, como una semilla que resiste entre las grietas, germina en esperanza. Hay destellos de recuperación, de solidaridad, de una naturaleza que, aunque herida, conserva su pulso. Esther Abellán parece decirnos que la vida no desaparece del todo: se transforma, se esconde, busca nuevas formas de agua: "En el gran muelle desierto y frío / aparece la nativa de fuego y salitre / de alma viva y enigmas tubulares / paisaje de hornacina seca y almíbar. / Carne de ultramar descubridora de dioses. / Como pez de lomos plateados y lunares / transita con esperanza y dulzura. / Sus pies echan raíces y vuelve el mar / como si nunca se hubiese ido."

Con un lenguaje sobrio pero cargado de potencia simbólica, Puerto sin mar consigue que la catástrofe y la ternura coexistan. Su lectura deja una huella doble: la del dolor compartido y la del impulso por renacer. Es un poemario que invita a mirar el vacío, pero también a escuchar el rumor subterráneo de lo que todavía puede florecer.

Fernando Mañogil Martínez. 

viernes, 7 de noviembre de 2025

"Herida y ventana", de Fernando Parra Nogueras

La nueva novela de mi admirado amigo Fernando Parra Nogueras, con el sugerente título de Herida y ventana (Ed. Funambulista 2025), nos invita a acompañar a su alter ego que, tras caer en una profunda depresión, decide retirarse a la casa de sus abuelos, ya fallecidos, en un pequeño pueblo de la serranía andaluza. Desde ese paisaje de calma y distancia, intenta recomponer su mente, ordenar sus ideas y encontrar una salida al laberinto emocional en el que se ha perdido.


El relato, construido con una prosa limpia y contenida, se adentra en los pliegues de la mente con una sinceridad poco habitual. No hay sentimentalismo ni dramatización, sino una mirada lúcida sobre el sufrimiento y la lenta tarea de reconstruirse. El entorno rural —con sus silencios, su luz y sus rutinas— actúa como espejo y contrapunto del mundo interior del protagonista, dibujando una geografía del alma tan precisa como el paisaje que la rodea.

En medio de ese retiro emerge Bea, la esposa, como figura clave del relato. Su presencia se erige en símbolo de esperanza y guía, una suerte de Beatrice contemporánea que, como en la Divina comedia de Dante, conduce al protagonista fuera del infierno emocional. No desde la trascendencia, sino desde la humanidad más sencilla: el amor, la paciencia, la comprensión.

La novela logra, con sutileza y hondura, hablar de la salud mental sin clichés ni concesiones, reivindicando el poder sanador de la palabra y la compañía. Es una historia de caída y redención, pero también un canto al amor como brújula en tiempos de oscuridad.

Con esta obra, mi querido tocayo confirma una madurez narrativa y una sensibilidad capaces de convertir el dolor en belleza. Una novela luminosa sobre la fragilidad y la esperanza, ambientada en un rincón de Andalucía donde el silencio, lejos de ser vacío, se vuelve promesa de renacimiento.

Amigo, lo has vuelto a hacer. Tú también eres de remontadas épicas.

Fernando Mañogil Martínez. 

viernes, 10 de octubre de 2025

"Amarilla", de Marta Sanz

Amarilla (La Bella Varsovia, 2025), el nuevo y quizás mejor poemario hasta la fecha de Marta Sanz, nos sumerge en una experiencia poética áspera, de respiración contenida, donde el lenguaje no se derrama, sino que se filtra como una herida mal cerrada. Este no es un libro de contemplación pasiva, ni mucho menos una celebración de la belleza efímera. Es un poemario que se escribe desde el borde, desde la carne viva, desde un mundo que arde no por pasión, sino por desesperanza, enfermedad y violencia:

 "Se me perdió un poema / en mitad de la calle. / Tuve una visión instantánea y certerísima. / En el lagrimal, alfiler. / Horas más tarde, / no puede recordarlo. / Es mentira que olvidemos / solo las palabras / que no merecen la pena."


Desde los primeros versos, el lector se enfrenta a un yo lírico que no puede —ni quiere— replegarse al interior de sí misma. Su mirada, en cambio, está tensamente volcada hacia el exterior, hacia una realidad insoportable: el conflicto en Gaza, ese epicentro de dolor repetido y olvidado por la comodidad de Occidente. Marta Sanz no pretende explicarlo ni tomar un rol mesiánico. Escribe desde la herida, no sobre ella. En sus versos, Gaza no es solo un territorio geográfico, sino también un símbolo del despojo, la infancia mutilada, la rutina de la muerte. Hay una ética del lenguaje que se despliega en cada poema: no se trata de estetizar el sufrimiento, sino de dar testimonio de lo que duele incluso en la distancia. El compromiso es radical no porque grite, sino porque resiste al silencio:

"¿Tenemos derecho a compartir la acrimonia, / la hez, / la grieta, / contra un punto / muy específico / del globo terráqueo? / El misil geoestratégico desgarra la tripa concreta de un niño palestino."

Sin embargo, el conflicto externo se entrelaza con otro frente de devastación: el del cuerpo enfermo. El poemario avanza como una radiografía que se revela lentamente, mostrando primero sombras, luego órganos marchitos, hasta terminar en una conciencia que se enfrenta al deterioro con una claridad casi cruel. No hay lugar aquí para la idealización del dolor físico: la enfermedad es mostrada como una forma de despojo más, una pérdida progresiva de lo que alguna vez fue vitalidad, deseo, futuro. Hay pasajes donde el cuerpo se presenta como un campo de batalla sin héroes, sin gloria; solo el cansancio, la repetición de los síntomas, el eco de las consultas médicas, la espera interminable en pasillos clínicos sin nombre:

"En la cama A-23 de agudos, / una mujer con cara de buena / se quita la vía de un tirón / y se caga encima / y se vuelve a cagar. / (...) La médica le hace poner las palmas / hacia arriba y hacia abajo, le pregunta por sus hijos y sus nietas mayores, / todas ya menopáusicas."

Esta conciencia de la decrepitud no es únicamente física. El poemario construye una visión del tiempo en la que el porvenir es apenas una brasa que se extingue. “Porque sé que la edad contamina y depreda”, dice uno de los versos más demoledores del libro. El futuro no es promesa, es carga. Hay una nostalgia amarga por un porvenir que nunca llegó o llegó vencido. El lenguaje se vuelve más contenido, más opaco, como si el mismo proceso de escribir estuviera minado por la fatiga. Pero esa fatiga no es debilidad, es resistencia: escribir aun cuando nada promete ser salvado:

"El ritmo del poema / es un latido. / Pum pum. / Pum Pum. / Todos los corazones, / más pronto que tarde, / se van a parar. / Llegará el fin / de cada soneto. / La definitiva extinción / de los estrambotes."

A nivel formal, el poemario se caracteriza por una sobriedad hiriente. No hay barroquismo, no hay ornamento; las imágenes son filosas, concretas, casi documentales. La puntuación se diluye en muchos pasajes, como si la propia sintaxis hubiera sido alcanzada por el deterioro que atraviesa a todo el libro. Esta decisión estilística no es arbitraria: expresa el quiebre del orden, la pérdida de estructura, tanto del cuerpo como del mundo, que amarillea y se descompone. Sin embargo, entre estos escombros, Marta Sanz no deja de buscar un lenguaje que diga, aunque sea con dificultad, lo que aún no ha sido dicho del todo.

Hay momentos en que el poemario roza una especie de mística oscura: no la del consuelo divino, sino la de una pregunta abierta hacia la nada. ¿Qué sentido tiene resistir cuando ya todo está en ruinas? La respuesta, si existe, no está en la esperanza sino en la obstinación de nombrar. El acto de escribir —de dejar constancia— se convierte así en una forma última de dignidad.

Amarilla es una obra necesaria y descarnada. No ofrece refugios ni respuestas fáciles. Se sostiene sobre el dolor, sí, pero también sobre la lucidez, esa rara forma de valor que consiste en mirar la devastación y, aun así, no apartar la vista. El lector no sale indemne, ni debería. Este libro no se cierra: se queda respirando lentamente, como un cuerpo enfermo que, a pesar de todo, insiste.

Fernando Mañogil Martínez 

domingo, 28 de septiembre de 2025

"Jardín cerrado", de Carlos García Mera

El flamante Premio Internacional de Poesía "Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2025 ha recaído en el libro Jardín cerrado (Devenir), de Carlos García Mera. Estamos ante un poemario que nace desde la contemplación serena del mundo natural y se adentra, con pasos ligeros y hondos, en el terreno íntimo de la conciencia. García Mera no escribe desde el apremio ni desde el artificio estético, sino desde una escucha atenta, casi espiritual, a los ritmos mínimos de la existencia: "Al aire un leve gesto, / la luz que no termina, / la mano abierta al pulso / de otra mano que escribe / un círculo secreto."

Este libro no es solo una recopilación de poemas; es un itinerario meditativo que propone una lectura pausada, casi como quien recorre un jardín zen (cerrado): sin prisa, en silencio, con la mirada abierta a lo invisible. No hay estridencias ni urgencias temáticas; hay una fidelidad profunda a lo esencial, a lo que —por estar siempre presente— suele pasar desapercibido: "He aprendido del liquen / la paciencia antigua de su oficio, / a respirar en la corteza de los días, / a compartir el secreto de la luz / destinada a lo invisible. "

Uno de los ejes más potentes del poemario es su forma de acercarse a la naturaleza no como un simple escenario, sino como un interlocutor íntimo, incluso como un espejo donde el yo poético se reconoce y se disuelve. A través de versos breves, a veces cercanos al haiku, el poemario retrata con sensibilidad paisajes mínimos: "Para ti quiero / una cama de helechos, / una lluvia mansa como un llanto / que limpie bien tu cuerpo / de llagas y de olvido."

En las imágenes que se despliegan por el libro observamos una mirada que va más allá de lo descriptivo: se trata de una comunión entre el afuera y el adentro, donde la observación conduce a una forma de revelación. La naturaleza, en este sentido, se convierte en maestra silenciosa, en símbolo y en umbral: "La naturaleza busca redondear sus formas, / acallar así el hueco de su herida. / La blanca nervadura de las hojas / pliega hacia adentro el aire / caliente de la tarde."

La introspección que propone el poemario no es un análisis psicológico ni una confesión personal, sino una especie de arqueología espiritual en la que García Mera no se impone; al contrario, se retira, se borra, para que aflore la naturaleza frente a lo material perecedero: "Lo poco que sé de mí / está escrito en el anillo más hondo de un nogal. / Buscamos lo inesperado / en lo alto de las torres, / en la cima de los templos. / Ignoramos que existe la sorpresa / en la belleza de lo simple, / en el jardín cerrado de un bosque / al que hemos sido invitados / después de la tormenta."

El uso del verso libre, de las pausas, de los espacios en blanco, da al lector la posibilidad de respirar dentro del poema. Se siente que cada palabra ha sido elegida con cuidado y que cada silencio es tan elocuente como sus versos.

Jardín cerrado nos enseña que en un tiempo de ruido, velocidad y saturación, esta poesía propone otra forma de estar en el mundo: estar presente, estar atento, estar en paz. Y eso, en estos tiempos, no es poca cosa.

domingo, 14 de septiembre de 2025

"Palabras sedimentarias", de Mª Carmen Ruiz Guerrero

 En Palabras sedimentarias (La Garúa, 2025), Mª Carmen Ruiz Guerrero se adentra en el territorio sagrado del lenguaje, ese espacio donde la vida deja de ser fugaz para devenir memoria, identidad y resistencia. El poemario no es sólo una recopilación de versos: es una meditación profunda sobre el poder de la palabra, sobre su rol insustituible para contar lo vivido, lo soñado y lo perdido:

Escarbo agujeros casi diariamente, 

algunos más profundos,

a otros les permito ser apenas.

Son madrigueras para mis deseos,

huecos terrenales hechos con las manos,

con las uñas, con el hambre.

(Fragmento de "Hermética")


Cada poema es una revelación íntima: la vida aparece fragmentada en imágenes, sensaciones y pulsos del tiempo, pero siempre reconstruida por la palabra. El yo poético no narra por contar, sino por existir. Aquí, hablar es vivir; escribir, sobrevivir. La palabra no adorna la experiencia: la sostiene, la funda, la transforma:

Las palabras aéreas llega un día en

que precipitan, como lluvia de otoño,

como hojas de otoño en su caída. El suelo

húmedo sabe qué hacer con ellas,

saborea su ser nutritivo y abre

las piernas

                      de par                  en par.

(Fragmento de "Palabras aéreas")


Hay en estos versos una conciencia aguda de que el lenguaje no es mero instrumento, sino un nexo infranqueable entre ser y mundo. Cuando la voz poética evoca la infancia, la muerte, un deseo, lo hace con la certeza de que solo mediante el verbo puede conferirle sentido a lo vivido. Así, vida y palabra se entrelazan hasta volverse indistinguibles:

No sé qué me da más miedo,

si que la vida se convierta

i r r e m e d i a b l e m e n t e

en literatura, 

o que la literatura 

i r r e m e d i a b l e m e n t e

se transforme en vida.

Callar, no escribir,

para que no exista.

Y a veces, cómo no reconocerlo,

escribir para invocar.

("Profecía")

En un tiempo donde la fugacidad amenaza con devorarlo todo, Palabras sedimentarias se planta como un acto de afirmación: mientras haya palabra, la vida no se extingue. El poemario no teme explorar el silencio, pero nunca lo concede del todo: incluso en la pausa, la palabra respira.

Con un lenguaje sobrio y una cadencia que oscila entre la meditación y la confesión, la obra de Ruiz Guerrero invita al lector a preguntarse: ¿qué sería de la vida si no pudiera ser contada? La respuesta resuena en cada verso: sin palabra, la vida sería un eco perdido:

La palabra es un pájaro.

En el pico guarda la semilla

del lenguaje origen,

siembra el vuelo, canta

la raíz.

("Ave de vuelo")


Fernando Mañogil Martínez 

miércoles, 10 de septiembre de 2025

"Un solo árbol", de Patricia Crespo

 El último poemario de Patricia Crespo, Un solo árbol (Ed. Milenio, 2024), presenta una profunda densidad simbólica y filosófica, donde la creación no es solo tema sino método. Desde las primeras páginas, el lector se adentra en un bosque —literal y metafórico— que funciona como matriz del lenguaje, del cuerpo y del mundo. Este poemario es un territorio donde la naturaleza no sirve como escenario, sino como principio generador de sentido: “Un árbol puede / señalar la encrucijada / pero no el destino, / aunque crezca sobre mi tumba.”

El libro se divide en dos secciones: “El cuerpo” y “El bosque”, cada sección corresponde a un momento de ese devenir, con un ritmo interno que emula los latidos de una conciencia cósmica. Patricia Crespo escribe con una voz que se enraíza en la materia del mundo, pero que al mismo tiempo asciende hacia lo abstracto, como si los árboles mismos pensaran y hablaran: “Las raíces del árbol derribado/ niegan, / niegan la tierra a la que se les unció, cuando ven el sol / por primera vez. / Así te niego yo.” (“Negaciones”).

Uno de los grandes logros del poemario es su reflexión sobre lo real desde una perspectiva corporal: no hay metafísica sin carne, ni pensamiento que no atraviese el tacto, la sangre, el deseo. El cuerpo —femenino, animal, vegetal— es tratado como una extensión del paisaje, y viceversa: “La experiencia es un vaso roto, / leche derramada sobre el cuerpo. / La conciencia del dolor tiembla / —sobre el cristal ardiente— / se anticipa la escisión.” (“Fragmentación”).

La permeabilidad entre ser y entorno, entre percepción y materia es un continuum a lo largo del poemario. La creación poética se vive aquí como una fusión radical entre interioridad y exterioridad, como una experiencia que no distingue entre nervio y raíz.

La filosofía que subyace a Un solo árbol no es discursiva sino vivida. Más cercana al pensamiento de Merleau-Ponty o de los presocráticos que a cualquier teoría sistemática, Patricia Crespo encarna una mirada onto-poética del mundo. El poema no dice “algo sobre” el ser: el poema es una forma del ser: “De pronto la bruma de un amanecer besa / las puntas de las yemas de un tilo o un avellano / y descubro la noche en la madera vieja / que me hace hoguera y cierto resto de árbol.”

En suma, Un solo árbol es, un florilegio de piezas breves construidas desde la reflexión íntima, casi metafísica, una obra que exige una lectura atenta y una disposición sensorial plena. No es un poemario para leer con prisa, sino para habitar, para posarse en sus ramas y observar desde sus raíces.


Fernando Mañogil Martínez 


martes, 2 de septiembre de 2025

"Dejaré el título para el final", de Alejandro López Pomares

Alejandro López Pomares, conocido por su faceta de narrador y poeta, nos sorprende ahora con una nueva pieza teatral, Dejaré el título para el final (Calblanque, 2025), una obra escrita con una estructura metateatral que reflexiona, con ingenio y profundidad, sobre el proceso de creación escénica. En ella, no presenciamos simplemente el desarrollo de una historia, sino el viaje interno de una obra que intenta construirse a sí misma desde el vacío, en un esfuerzo casi desesperado por cobrar vida y llegar a ser representada.

Desde el inicio, el texto se presenta como un ente inacabado, consciente de su propia fragilidad. Los personajes aparecen sin un rumbo claro, como piezas de un rompecabezas sin marco. Cada uno lucha por encontrar su lugar en una narrativa que aún no ha visto la luz al final del túnel.

Este conflicto interno se convierte en el motor principal de la obra. El lector o espectador asiste a una serie de discusiones entre los personajes y la propia estructura dramática —la Escena, el Acto, el Conflicto— como si fueran entidades vivas que reclaman coherencia, dirección y sentido. La obra, en su afán por completarse, se enfrenta a los dilemas clásicos del teatro: ¿qué historia merece ser contada?, ¿qué voz debe guiar el relato?

Uno de los grandes logros de esta obra es cómo convierte el proceso de montaje teatral en un drama en sí mismo. Las dudas sobre el tono, el género, el final… se convierten en obstáculos casi épicos. No se trata solo de escribir o actuar: se trata de existir. En ese sentido, la obra recuerda a otras piezas clásicas del teatro dentro del teatro, como Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, pero lo hace desde una sensibilidad más contemporánea, más lúdica y también más autoconsciente.

El resultado es una experiencia rica en matices, que combina humor, crítica, y una reflexión profunda sobre el arte y la identidad. Dejaré el título para el final no solo nos muestra cómo se construye una obra de teatro: nos enfrenta al caos creativo que toda obra debe atravesar para encontrar su forma y su voz.

Esta pieza teatral no es simplemente una obra sobre el teatro, sino sobre el deseo de ser. Una obra que se mira al espejo y, en lugar de verse completa, se ve en construcción, y en esa búsqueda, nos encuentra también a nosotros, los lectores (o espectadores), cómplices del viaje.

Fernando Mañogil Martínez.