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viernes, 10 de octubre de 2025

"Amarilla", de Marta Sanz

Amarilla (La Bella Varsovia, 2025), el nuevo y quizás mejor poemario hasta la fecha de Marta Sanz, nos sumerge en una experiencia poética áspera, de respiración contenida, donde el lenguaje no se derrama, sino que se filtra como una herida mal cerrada. Este no es un libro de contemplación pasiva, ni mucho menos una celebración de la belleza efímera. Es un poemario que se escribe desde el borde, desde la carne viva, desde un mundo que arde no por pasión, sino por desesperanza, enfermedad y violencia:

 "Se me perdió un poema / en mitad de la calle. / Tuve una visión instantánea y certerísima. / En el lagrimal, alfiler. / Horas más tarde, / no puede recordarlo. / Es mentira que olvidemos / solo las palabras / que no merecen la pena."


Desde los primeros versos, el lector se enfrenta a un yo lírico que no puede —ni quiere— replegarse al interior de sí misma. Su mirada, en cambio, está tensamente volcada hacia el exterior, hacia una realidad insoportable: el conflicto en Gaza, ese epicentro de dolor repetido y olvidado por la comodidad de Occidente. Marta Sanz no pretende explicarlo ni tomar un rol mesiánico. Escribe desde la herida, no sobre ella. En sus versos, Gaza no es solo un territorio geográfico, sino también un símbolo del despojo, la infancia mutilada, la rutina de la muerte. Hay una ética del lenguaje que se despliega en cada poema: no se trata de estetizar el sufrimiento, sino de dar testimonio de lo que duele incluso en la distancia. El compromiso es radical no porque grite, sino porque resiste al silencio:

"¿Tenemos derecho a compartir la acrimonia, / la hez, / la grieta, / contra un punto / muy específico / del globo terráqueo? / El misil geoestratégico desgarra la tripa concreta de un niño palestino."

Sin embargo, el conflicto externo se entrelaza con otro frente de devastación: el del cuerpo enfermo. El poemario avanza como una radiografía que se revela lentamente, mostrando primero sombras, luego órganos marchitos, hasta terminar en una conciencia que se enfrenta al deterioro con una claridad casi cruel. No hay lugar aquí para la idealización del dolor físico: la enfermedad es mostrada como una forma de despojo más, una pérdida progresiva de lo que alguna vez fue vitalidad, deseo, futuro. Hay pasajes donde el cuerpo se presenta como un campo de batalla sin héroes, sin gloria; solo el cansancio, la repetición de los síntomas, el eco de las consultas médicas, la espera interminable en pasillos clínicos sin nombre:

"En la cama A-23 de agudos, / una mujer con cara de buena / se quita la vía de un tirón / y se caga encima / y se vuelve a cagar. / (...) La médica le hace poner las palmas / hacia arriba y hacia abajo, le pregunta por sus hijos y sus nietas mayores, / todas ya menopáusicas."

Esta conciencia de la decrepitud no es únicamente física. El poemario construye una visión del tiempo en la que el porvenir es apenas una brasa que se extingue. “Porque sé que la edad contamina y depreda”, dice uno de los versos más demoledores del libro. El futuro no es promesa, es carga. Hay una nostalgia amarga por un porvenir que nunca llegó o llegó vencido. El lenguaje se vuelve más contenido, más opaco, como si el mismo proceso de escribir estuviera minado por la fatiga. Pero esa fatiga no es debilidad, es resistencia: escribir aun cuando nada promete ser salvado:

"El ritmo del poema / es un latido. / Pum pum. / Pum Pum. / Todos los corazones, / más pronto que tarde, / se van a parar. / Llegará el fin / de cada soneto. / La definitiva extinción / de los estrambotes."

A nivel formal, el poemario se caracteriza por una sobriedad hiriente. No hay barroquismo, no hay ornamento; las imágenes son filosas, concretas, casi documentales. La puntuación se diluye en muchos pasajes, como si la propia sintaxis hubiera sido alcanzada por el deterioro que atraviesa a todo el libro. Esta decisión estilística no es arbitraria: expresa el quiebre del orden, la pérdida de estructura, tanto del cuerpo como del mundo, que amarillea y se descompone. Sin embargo, entre estos escombros, Marta Sanz no deja de buscar un lenguaje que diga, aunque sea con dificultad, lo que aún no ha sido dicho del todo.

Hay momentos en que el poemario roza una especie de mística oscura: no la del consuelo divino, sino la de una pregunta abierta hacia la nada. ¿Qué sentido tiene resistir cuando ya todo está en ruinas? La respuesta, si existe, no está en la esperanza sino en la obstinación de nombrar. El acto de escribir —de dejar constancia— se convierte así en una forma última de dignidad.

Amarilla es una obra necesaria y descarnada. No ofrece refugios ni respuestas fáciles. Se sostiene sobre el dolor, sí, pero también sobre la lucidez, esa rara forma de valor que consiste en mirar la devastación y, aun así, no apartar la vista. El lector no sale indemne, ni debería. Este libro no se cierra: se queda respirando lentamente, como un cuerpo enfermo que, a pesar de todo, insiste.

Fernando Mañogil Martínez 

domingo, 28 de septiembre de 2025

"Jardín cerrado", de Carlos García Mera

El flamante Premio Internacional de Poesía "Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2025 ha recaído en el libro Jardín cerrado (Devenir), de Carlos García Mera. Estamos ante un poemario que nace desde la contemplación serena del mundo natural y se adentra, con pasos ligeros y hondos, en el terreno íntimo de la conciencia. García Mera no escribe desde el apremio ni desde el artificio estético, sino desde una escucha atenta, casi espiritual, a los ritmos mínimos de la existencia: "Al aire un leve gesto, / la luz que no termina, / la mano abierta al pulso / de otra mano que escribe / un círculo secreto."

Este libro no es solo una recopilación de poemas; es un itinerario meditativo que propone una lectura pausada, casi como quien recorre un jardín zen (cerrado): sin prisa, en silencio, con la mirada abierta a lo invisible. No hay estridencias ni urgencias temáticas; hay una fidelidad profunda a lo esencial, a lo que —por estar siempre presente— suele pasar desapercibido: "He aprendido del liquen / la paciencia antigua de su oficio, / a respirar en la corteza de los días, / a compartir el secreto de la luz / destinada a lo invisible. "

Uno de los ejes más potentes del poemario es su forma de acercarse a la naturaleza no como un simple escenario, sino como un interlocutor íntimo, incluso como un espejo donde el yo poético se reconoce y se disuelve. A través de versos breves, a veces cercanos al haiku, el poemario retrata con sensibilidad paisajes mínimos: "Para ti quiero / una cama de helechos, / una lluvia mansa como un llanto / que limpie bien tu cuerpo / de llagas y de olvido."

En las imágenes que se despliegan por el libro observamos una mirada que va más allá de lo descriptivo: se trata de una comunión entre el afuera y el adentro, donde la observación conduce a una forma de revelación. La naturaleza, en este sentido, se convierte en maestra silenciosa, en símbolo y en umbral: "La naturaleza busca redondear sus formas, / acallar así el hueco de su herida. / La blanca nervadura de las hojas / pliega hacia adentro el aire / caliente de la tarde."

La introspección que propone el poemario no es un análisis psicológico ni una confesión personal, sino una especie de arqueología espiritual en la que García Mera no se impone; al contrario, se retira, se borra, para que aflore la naturaleza frente a lo material perecedero: "Lo poco que sé de mí / está escrito en el anillo más hondo de un nogal. / Buscamos lo inesperado / en lo alto de las torres, / en la cima de los templos. / Ignoramos que existe la sorpresa / en la belleza de lo simple, / en el jardín cerrado de un bosque / al que hemos sido invitados / después de la tormenta."

El uso del verso libre, de las pausas, de los espacios en blanco, da al lector la posibilidad de respirar dentro del poema. Se siente que cada palabra ha sido elegida con cuidado y que cada silencio es tan elocuente como sus versos.

Jardín cerrado nos enseña que en un tiempo de ruido, velocidad y saturación, esta poesía propone otra forma de estar en el mundo: estar presente, estar atento, estar en paz. Y eso, en estos tiempos, no es poca cosa.

domingo, 14 de septiembre de 2025

"Palabras sedimentarias", de Mª Carmen Ruiz Guerrero

 En Palabras sedimentarias (La Garúa, 2025), Mª Carmen Ruiz Guerrero se adentra en el territorio sagrado del lenguaje, ese espacio donde la vida deja de ser fugaz para devenir memoria, identidad y resistencia. El poemario no es sólo una recopilación de versos: es una meditación profunda sobre el poder de la palabra, sobre su rol insustituible para contar lo vivido, lo soñado y lo perdido:

Escarbo agujeros casi diariamente, 

algunos más profundos,

a otros les permito ser apenas.

Son madrigueras para mis deseos,

huecos terrenales hechos con las manos,

con las uñas, con el hambre.

(Fragmento de "Hermética")


Cada poema es una revelación íntima: la vida aparece fragmentada en imágenes, sensaciones y pulsos del tiempo, pero siempre reconstruida por la palabra. El yo poético no narra por contar, sino por existir. Aquí, hablar es vivir; escribir, sobrevivir. La palabra no adorna la experiencia: la sostiene, la funda, la transforma:

Las palabras aéreas llega un día en

que precipitan, como lluvia de otoño,

como hojas de otoño en su caída. El suelo

húmedo sabe qué hacer con ellas,

saborea su ser nutritivo y abre

las piernas

                      de par                  en par.

(Fragmento de "Palabras aéreas")


Hay en estos versos una conciencia aguda de que el lenguaje no es mero instrumento, sino un nexo infranqueable entre ser y mundo. Cuando la voz poética evoca la infancia, la muerte, un deseo, lo hace con la certeza de que solo mediante el verbo puede conferirle sentido a lo vivido. Así, vida y palabra se entrelazan hasta volverse indistinguibles:

No sé qué me da más miedo,

si que la vida se convierta

i r r e m e d i a b l e m e n t e

en literatura, 

o que la literatura 

i r r e m e d i a b l e m e n t e

se transforme en vida.

Callar, no escribir,

para que no exista.

Y a veces, cómo no reconocerlo,

escribir para invocar.

("Profecía")

En un tiempo donde la fugacidad amenaza con devorarlo todo, Palabras sedimentarias se planta como un acto de afirmación: mientras haya palabra, la vida no se extingue. El poemario no teme explorar el silencio, pero nunca lo concede del todo: incluso en la pausa, la palabra respira.

Con un lenguaje sobrio y una cadencia que oscila entre la meditación y la confesión, la obra de Ruiz Guerrero invita al lector a preguntarse: ¿qué sería de la vida si no pudiera ser contada? La respuesta resuena en cada verso: sin palabra, la vida sería un eco perdido:

La palabra es un pájaro.

En el pico guarda la semilla

del lenguaje origen,

siembra el vuelo, canta

la raíz.

("Ave de vuelo")


Fernando Mañogil Martínez 

miércoles, 10 de septiembre de 2025

"Un solo árbol", de Patricia Crespo

 El último poemario de Patricia Crespo, Un solo árbol (Ed. Milenio, 2024), presenta una profunda densidad simbólica y filosófica, donde la creación no es solo tema sino método. Desde las primeras páginas, el lector se adentra en un bosque —literal y metafórico— que funciona como matriz del lenguaje, del cuerpo y del mundo. Este poemario es un territorio donde la naturaleza no sirve como escenario, sino como principio generador de sentido: “Un árbol puede / señalar la encrucijada / pero no el destino, / aunque crezca sobre mi tumba.”

El libro se divide en dos secciones: “El cuerpo” y “El bosque”, cada sección corresponde a un momento de ese devenir, con un ritmo interno que emula los latidos de una conciencia cósmica. Patricia Crespo escribe con una voz que se enraíza en la materia del mundo, pero que al mismo tiempo asciende hacia lo abstracto, como si los árboles mismos pensaran y hablaran: “Las raíces del árbol derribado/ niegan, / niegan la tierra a la que se les unció, cuando ven el sol / por primera vez. / Así te niego yo.” (“Negaciones”).

Uno de los grandes logros del poemario es su reflexión sobre lo real desde una perspectiva corporal: no hay metafísica sin carne, ni pensamiento que no atraviese el tacto, la sangre, el deseo. El cuerpo —femenino, animal, vegetal— es tratado como una extensión del paisaje, y viceversa: “La experiencia es un vaso roto, / leche derramada sobre el cuerpo. / La conciencia del dolor tiembla / —sobre el cristal ardiente— / se anticipa la escisión.” (“Fragmentación”).

La permeabilidad entre ser y entorno, entre percepción y materia es un continuum a lo largo del poemario. La creación poética se vive aquí como una fusión radical entre interioridad y exterioridad, como una experiencia que no distingue entre nervio y raíz.

La filosofía que subyace a Un solo árbol no es discursiva sino vivida. Más cercana al pensamiento de Merleau-Ponty o de los presocráticos que a cualquier teoría sistemática, Patricia Crespo encarna una mirada onto-poética del mundo. El poema no dice “algo sobre” el ser: el poema es una forma del ser: “De pronto la bruma de un amanecer besa / las puntas de las yemas de un tilo o un avellano / y descubro la noche en la madera vieja / que me hace hoguera y cierto resto de árbol.”

En suma, Un solo árbol es, un florilegio de piezas breves construidas desde la reflexión íntima, casi metafísica, una obra que exige una lectura atenta y una disposición sensorial plena. No es un poemario para leer con prisa, sino para habitar, para posarse en sus ramas y observar desde sus raíces.


Fernando Mañogil Martínez 


martes, 2 de septiembre de 2025

"Dejaré el título para el final", de Alejandro López Pomares

Alejandro López Pomares, conocido por su faceta de narrador y poeta, nos sorprende ahora con una nueva pieza teatral, Dejaré el título para el final (Calblanque, 2025), una obra escrita con una estructura metateatral que reflexiona, con ingenio y profundidad, sobre el proceso de creación escénica. En ella, no presenciamos simplemente el desarrollo de una historia, sino el viaje interno de una obra que intenta construirse a sí misma desde el vacío, en un esfuerzo casi desesperado por cobrar vida y llegar a ser representada.

Desde el inicio, el texto se presenta como un ente inacabado, consciente de su propia fragilidad. Los personajes aparecen sin un rumbo claro, como piezas de un rompecabezas sin marco. Cada uno lucha por encontrar su lugar en una narrativa que aún no ha visto la luz al final del túnel.

Este conflicto interno se convierte en el motor principal de la obra. El lector o espectador asiste a una serie de discusiones entre los personajes y la propia estructura dramática —la Escena, el Acto, el Conflicto— como si fueran entidades vivas que reclaman coherencia, dirección y sentido. La obra, en su afán por completarse, se enfrenta a los dilemas clásicos del teatro: ¿qué historia merece ser contada?, ¿qué voz debe guiar el relato?

Uno de los grandes logros de esta obra es cómo convierte el proceso de montaje teatral en un drama en sí mismo. Las dudas sobre el tono, el género, el final… se convierten en obstáculos casi épicos. No se trata solo de escribir o actuar: se trata de existir. En ese sentido, la obra recuerda a otras piezas clásicas del teatro dentro del teatro, como Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, pero lo hace desde una sensibilidad más contemporánea, más lúdica y también más autoconsciente.

El resultado es una experiencia rica en matices, que combina humor, crítica, y una reflexión profunda sobre el arte y la identidad. Dejaré el título para el final no solo nos muestra cómo se construye una obra de teatro: nos enfrenta al caos creativo que toda obra debe atravesar para encontrar su forma y su voz.

Esta pieza teatral no es simplemente una obra sobre el teatro, sino sobre el deseo de ser. Una obra que se mira al espejo y, en lugar de verse completa, se ve en construcción, y en esa búsqueda, nos encuentra también a nosotros, los lectores (o espectadores), cómplices del viaje.

Fernando Mañogil Martínez. 


domingo, 10 de agosto de 2025

'La comedia de la carne', de Carlos Pardo

Después de diez años de "silencio poético", Carlos Pardo nos sorprende con La comedia de la carne (La Bella Varsovia, 2025), en este poemario, el amor aparece como un territorio minado: a veces campo de batalla, otras un escenario tragicómico donde las promesas se disfrazan de eternidad, pero caducan antes de tiempo. Pardo recorre distintas perspectivas del sentimiento: el deseo inicial que arde y enceguece, el desencanto que se filtra como agua fría por las rendijas, y la herida que, en lugar de cerrarse, aprende a convivir con nosotros: 

Avanza todo al paso

de una epifanía.

Y esta, por lo común,

empieza con la decepción.


Decepcionarse te libera

tan rápido del miedo

a errar, a ser incomprendido

o tan solo a perder.


La decepción es una libertad.


(Fragmento de "Decepcionarse")


La tristeza aparece a menudo, pero no es constante ni asfixiante: se aligera con destellos de ironía, como si la voz poética guiñara un ojo al lector para decirle “sí, duele… pero no vamos a fingir que no tiene algo de ridículo”. Esa ironía, lejos de trivializar el dolor, lo vuelve más humano: permite reconocer que el amor es un asunto serio, pero también una obra de teatro donde nadie recuerda bien su papel:


Hemos vivido muchos días juntos.


Hasta ponernos malos por

una intoxicación 

ha sido la oportunidad

de conocernos más

y vivir en la cama.


Hoy me recuerda los inicios

de nuestro amor. No es una

sucesión de señales

del destino sino

el más destartalado erial.


Yo no estuve ni fui

su verdadero amigo nunca.


(Fragmento de "Después de los mejores días juntos")


Con un lenguaje que oscila entre lo íntimo y lo punzante, estos poemas capturan la fragilidad del vínculo afectivo y la manera en que, incluso en la pérdida, buscamos sentido en los gestos pequeños, las anécdotas mínimas y las frases malgastadas. Es un libro para quienes saben que el amor, en cualquiera de sus formas, siempre deja una mezcla incómoda de nostalgia y risa.

El broche de oro es el último poema, eje y corazón del libro, el tiempo se despliega como un mapa inmenso: comienza en los orígenes de la Tierra, cuando todo era magma y promesa, y avanza hasta la actualidad, donde la modernidad late entre pantallas y ruido. Cada verso es una capa geológica: en las primeras, se siente el peso de la creación y el misterio de lo que nace; en las últimas, una superficie erosionada por siglos de búsquedas inconclusas.

Carlos Pardo no se limita a narrar el paso de los años, sino que lo experimenta como una línea que une la grandeza de lo elemental con la pequeñez de nuestras rutinas. La ironía asoma entre las grietas: se sugiere que, a pesar de tanta historia acumulada, hemos habitado este tiempo “vacíos”, como si la herencia del universo fuera demasiado vasta para nuestras manos frágiles.

El poema condensa el espíritu del conjunto: la tristeza de lo que se pierde sin siquiera haberlo poseído del todo, y la extraña belleza de mirarnos desde lejos, como una especie que ha pasado por eras enteras para terminar preguntándose por el sentido de su propia sombra:


La tierra


tiene una edad aproximada

de cuatro mil quinientos millones de años.


La vida en la tierra

comenzó hace tres mil o cuatro mil

millones de años,

dependiendo de qué consideremos vida.


Los homínidos tienen una antigüedad

de cuatro a siete millones de años,

según qué definamos como homínido bípedo;

los Homo, tan sólo

dos millones y medio.


El primer Homo sapiens,

eso que somos, aparece

doscientos mil años atrás.


Hasta el diez mil antes de Cristo

baila, se aburre y hay quien aventura

que para entonces ya ha inventado

la religión. El Homo vive

feliz cazando al fresco.


La cosa acelera un poco antes del

cuarto milenio antes de Cristo:

la escritura, la rueda, las ciudades,

el comercio, la guerra y la decoración

de templos.

                 Es decir,

ciento noventa mil de nomadismo

recolector, caza abundante y frío

glacial, sin escasez y sin malaria

(sin las enfermedades de vivir apiñado),


y apenas

seis mil (o siete mil) años de Historia,

de convivir con la basura,

el ahorro y los recuerdos.


Mientras el hombre caza, la mujer

descubre la fermentación,

inventa la cerveza y, de paso, la química,

los telares y las manufacturas;


y el dibujo rupestre,

donde cada animal es único.


Ciento noventa mil años

sin dobles sentidos,

con una confianza literal

en el símbolo

que a veces

pone en riesgo la vida:


por ejemplo si nos alimentamos

de la hermosura de una flor azul.


Ciento noventa mil años sin arte

ni comedia romántica

ni verdadera poesía.


Sólo seis mil años de Historia.


Seis millones: un mono

baja del árbol con andares

desordenados. Dos millones:

un rostro familiar.


Ya hay moscas en el Pérmico.


Es imposible no sentir predilección

por los años vacíos.


("Ya hay moscas en el Pérmico")

(Poema íntegro extraído de: https://luvina.com.mx/ya-hay-moscas-en-el-parmico-carlos-pardo/ )


Fernando Mañogil Martínez. 


jueves, 7 de agosto de 2025

'El gran amor', de Andrés García Cerdán

El gran amor (Visor, XXVII Premio Generación del 27, 2025) es un canto sereno y vital que se alza en medio del ruido del presente. Lejos del cinismo o la desesperanza, Andrés García Cerdán opta por una mirada clara, casi contemplativa, con la que recorre el mundo y la naturaleza no como simple escenario, sino como una fuente inagotable de sentido.

Con una voz limpia y sin afectación, García Cerdán celebra lo esencial: el ritmo secreto de la vida cotidiana. Hay en estos versos una conciencia del milagro de existir, una ética de la atención y del asombro. La naturaleza, descrita con una delicadeza que evita lo grandilocuente, se convierte en refugio frente a la violencia —esa otra fuerza que el poeta nombra solo para negarla, para marcar distancia:


Hablaba todo el mundo 

de todo,

pero todo era silencio en todo.

Tanto bullicio para qué.


Ahorcada en los semáforos 

moría la verdad,

esto es, todo lo que 

tiene que ver con la belleza.


Ya no olían a nada los limones:

dónde su cristal amarillo,

el jugo de su hermoso ácido.


Tanta caducidad, 

tanta mentira, 

etcétera. 

(Fragmento de "Mentiras, mentiras")


El rechazo de la violencia no es panfleto ni consigna: es una elección estética y moral. El poema, entonces, se convierte en un espacio de resistencia suave pero firme, donde la belleza no es evasión sino afirmación de vida.

Entre las imágenes más conmovedoras del libro se encuentran aquellas dedicadas al hijo. La paternidad no aparece idealizada, sino como una forma concreta del amor: una presencia que transforma, que arraiga, que da sentido. El poeta no observa al hijo desde una distancia paternalista, sino que se deja interpelar por su mirada, por su fragilidad, por su capacidad de renovar el asombro ante el mundo:


Mira, Teo. Aún hay gorriones.

Es septiembre y se mueven

a tu lado. Los últimos 

gorriones.

Se hacen 

con un trozo de pan y vuelan cerca,

un poco, apenas unos metros,

y desde ahí te observan: te conocen.

(...)

Si aparecen, si vienen hasta ti,

es porque saben

que tú eres su hermano. Míralos:

su eternidad, 

su asombro, 

su alegría. 

En cada salto, el gran amor

del mundo,

una celebración del equilibrio.

Han venido a cantar contigo. Canta

con ellos. Dales pan, dales un nombre.


(Fragmento de "Mira, Teo")


Otro aspecto destacable del poemario es la importancia que se le da a la palabra, la cual no solo nombra el mundo: lo reinventa. Cada verso es una declaración de fe en el lenguaje, en su capacidad de capturar lo fugitivo, de darle forma a lo inefable, de rescatar la belleza de su silencio.

La voz poética parece decirnos que, en un mundo cada vez más ruidoso y fragmentado, aún es posible detenerse, observar, nombrar… y al hacerlo, salvar algo de lo perdido. La poesía, en este sentido, se vuelve no solo testimonio, sino forma de resistencia. Frente a la brutalidad o la indiferencia, este libro defiende la belleza como una forma de verdad, y la palabra como su instrumento más noble

El poeta se acerca a la realidad con una conciencia aguda de que todo lo visible —la luz, el cuerpo, la flor, la lluvia— necesita ser dicho para existir plenamente. Nombrar no es aquí un gesto utilitario, sino un acto casi sagrado. La palabra se vuelve puente entre el mundo y el asombro, entre la experiencia y su sentido profundo:


Adoro ese hierbajo 

que hunde su raíz en las baldosas

o se estira en los techos de uralita

como si ahí

fuera a encontrar el cielo. 

(...)

Ante este éxtasis vulgar,

ante el temblor de lo invisible, 

morir de amor.


Malditos sean los mezquinos 

los que van por ahí ajenos 

a la fragilidad.


(Fragmento de "Alturas")


En tiempos oscuros, este libro elige la luz. Y no una luz ingenua o decorativa, sino aquella que se filtra entre las grietas, que persiste a pesar de todo, la luz amorosa, el gran amor de los seres queridos y la imponente naturaleza.


Fernando Mañogil Martínez.