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sábado, 13 de diciembre de 2025

"Entre las brasas del instante", de Daniel Mocher

Entre las brasas del instante (Ed. Balduque/ Calblanque, 2025), de Daniel Mocher, se construye como un cuaderno de haikus donde cada texto, breve y preciso, funciona como una ventana a la experiencia del tiempo. Mocher adopta la forma clásica japonesa para mirar un paisaje plenamente mediterráneo: "Hoy, más que el sol, / la pared encalada / nos ilumina." 

"Días ventosos, / rumor del oleaje / en la enramada. / Mi corazón: un barco / que va hacia los rompientes."

En estos versos mínimos, la naturaleza no es un telón de fondo, sino una presencia viva que acompaña y modula cada estado emocional.
Las estaciones del año funcionan como una estructura íntima: la primavera aparece como una promesa que se despierta despacio; el verano, asociado al recuerdo de la niñez; el otoño, como una madurez serena en la que caben el sosiego y la melancolía; el invierno, como refugio y recogimiento. Esa correspondencia entre ciclo natural y ánimo interior dota al conjunto de una música sutil, de un ritmo que fluye sin brusquedades, como un paseo silencioso por senderos conocidos: "Fin del verano. / Me lo han dicho tus ojos, / muertos de frío." "Vuelve un verano / sin sombras, la avenida / de mi niñez."
"La primavera / viene dando lecciones / de teología." 
"La chimenea / sin leña, en el invierno, / parece un nicho." 
"Cielo de otoño, / concierto de metales / en mí menor."

Uno de los mayores aciertos del libro es la forma en que aborda el amor. Aquí no hay tormentas pasionales ni gestos grandilocuentes: el amor aparece como un gesto diario, sencillo y correspondido, parecido al milagro humilde de una flor que brota o de una luz que vuelve cada mañana. En esa contención radica su belleza; el poemario demuestra que la emoción puede ser profunda incluso cuando se expresa en apenas unos versos: "Ruego que todo / en mi vida suceda / como contigo: / arder entre las brasas / del instante y saberlo."

La escritura, depurada y limpia, aprovecha la esencia del haiku —sugerir más que decir, observar antes que interpretar— y la adapta a un paisaje y a una sensibilidad mediterráneos, logrando una voz propia que respira cercanía. Cada poema es un destello que invita a detenerse, a sentir, a escuchar lo que el instante tiene para decir: "Solo tenemos / la brasa del instante, / su quemadura."

Daniel Mocher celebra la vida en su transcurrir y la convierte en una sucesión de pequeños momentos que el lector debe completar con su íntima reflexión.

Fernando Mañogil Martínez. 

lunes, 8 de diciembre de 2025

"Alma de cebolla", de M. Carmen Sánchez Monserrate

Alma de cebolla (Valparaíso, 2025), de M. Carmen Sánchez Monserrate explora los territorios que han marcado su trayectoria vital. Desde los primeros versos se percibe una escritura lúcida, consciente de la herida y de la plenitud, que entiende la poesía no solo como expresión estética, sino como una manera de ordenar la memoria y reconciliarse con las distintas versiones de sí misma.

Uno de los ejes centrales es el amor, abordado en sus dos vertientes: el que correspondió y dejó huella luminosa, y el que no llegó a florecer o se deshizo en silencios. Sánchez Monserrate transita ambos espacios sin melodrama, revelando que cada vínculo —por fallido o intenso que haya sido— permite comprender algo esencial sobre el deseo, la entrega y la distancia: "Echo de menos encontrar cada retazo de tu alma / en los ojos que me miran profundos, / mientras tus labios acarician cada esquina de mi ser. / [...] ¡Cuando te extraño, amor, cuando no estás paseando sobre mi piel!" ("Cuerpos").

Otra temática que sobresale es la relación madre-hija y la maternidad presentada no como destino idealizado, sino como vivencia compleja y transformadora. Hay poemas que celebran la ternura cotidiana, la presencia que sostiene, el milagro simple de ver crecer a otro ser; otros, en cambio, examinan las renuncias, los miedos y la redefinición de la identidad. 
M. Carmen logra articular una visión honesta y profundamente humana, alejándose tanto de los tópicos dulcificados como de la visión sacrificada y monolítica: "Me gustaría verme en tus ojos siempre, con la misma / claridad que ahora. / Me gustaría que el tiempo no borrara la límpida pupila / que reflejas en la mía, / que los años venideros no mancharan la nítida verdad / que trasluces al mirarte. / Deseo para ti que el tiempo, tu tiempo, te sea grato / y te quiera, / que cuide de ti como una madre; [...] y que, / cuando las hojas caigan y las flores se marchiten, / sigas mirando adelante con la luz clara que reflejan / tus pupilas. / La misma con la que me veo ahora, / la misma con la que me miras cada día. ("Lucía").

En conjunto, Alma de cebolla destaca por su lingüística depurada, imágenes precisas y una musicalidad que acompaña el movimiento emocional de cada texto. El poemario no pretende ofrecer certezas; más bien invita a acompañar a la autora en su gesto de mirar hacia dentro y encontrar, en lo cotidiano y en lo vivido, la materia misma de la poesía.

Es una obra que conmueve por su verdad y que dialoga con cualquier lector o lectora sobre la vida, porque esta es, en definitiva, la labor del poeta.

Fernando Mañogil Martínez. 

viernes, 5 de diciembre de 2025

"Bajo el cadáver del poema", de José Antonio Pamies

 El poemario de José Antonio Pamies (Cox, 1981), Bajo el cadáver del poema (Ed. Averso 2024), se despliega como un diario de estaciones inmóviles, una suerte de cartografía íntima donde cada día parece repetirse con la precisión de un péndulo. Sin embargo, la aparente monotonía que atraviesa los versos no es mero tedio: es una forma de resistencia, una manera de conservar los contornos de la experiencia cuando el tiempo, implacable, intenta desdibujarlos. Pamies convierte esa repetición en un espejo que devuelve no solo rutina, sino ecos de una vida que se mira a sí misma para no perderse: "Sumergida y rota / en los espejos de la calle / avanza la existencia / y su obstinado engaño, / otoñal devenir / de la página en blanco, / ceniza en la memoria, / vacíos campos, / este abúlico verbo / hoy señala una piel / incapaz de encender / la vida de los años, / grandes hojas caen, / sutil fracaso."

El dolor por el paso del tiempo late con una sobriedad contenida. No hay dramatismo ni excesos, sino una melancolía transparente que va erosionando las imágenes hasta dejarlas al borde del silencio. Esa erosión es también la materia del libro: cada poema parece escrito con la conciencia de que el instante ya se ha ido mientras se escribe, y esa fugacidad dota al texto de una vulnerabilidad conmovedora: "Ha transcurrido el día / y en su urgencia de fuego / se ha esfumado la realidad, / nada termina en su morada / que no podamos olvidar / al declinar la tarde, / no hay nada que puedas hacer / para detener el tiempo/ o retener la rosa, / el porvenir no llega nunca, / es el miedo lo que agota / y la muerte acecha sin avisar, / ninguna piedra recordará tu nombre, / duerme a salvo del tiempo mientras puedas."

Uno de los ejes más potentes es la reflexión sobre el lenguaje. Aquí las palabras no son refugio, sino un territorio quebradizo donde el poeta tantea a oscuras. Se evidencia la sospecha de que el lenguaje es insuficiente para nombrar el mundo y, a la vez, es la única herramienta que queda para intentar reconstruirlo. Ese vacío verbal, lejos de volverse un obstáculo, funciona como impulso poético: la escritura avanza precisamente desde la falta, desde la conciencia de que siempre habrá algo que no podrá decirse: "Anochece, / y los vocablos flotan / en un mar de páginas vacías, / lucho conmigo / hasta encontrar el verso que me salve, / pero solo hay cansancio y ruina, / y una esperanza placentera / de cruzar ese umbral/ que separa el día del sueño."

La fragilidad de la poesía —su naturaleza efímera, su incapacidad de detener el tiempo— se vuelve entonces el corazón del libro. Cada texto parece a punto de desaparecer, como si estuviera hecho de ceniza o de luz demasiado tenue, y es justamente esa precariedad la que lo vuelve tan humano. Bajo el cadáver del poema no pretende ofrecer respuestas ni consuelos, sino acompañar al lector en la experiencia de habitar un mundo que se deshace mientras buscamos maneras de nombrarlo: "Instalado en la nada / de esta existencia oblicua / brindas por aceptar / el simulacro de la vida, / con un vago recuerdo / de luz entre los pájaros/ soportas el tictac."

En conjunto, es una obra íntima, delicada y lúcida, que transforma la repetición en rito, la pérdida en memoria, el silencio en una forma de verdad. Un libro que no se lee para obtener certezas, sino para aprender a escuchar lo que queda cuando todo lo demás se vuelve ruido.

Fernando Mañogil Martínez. 

jueves, 4 de diciembre de 2025

"Comerás flores" de Lucía Solla Sobral

 En Comerás flores (Ed. Libros del Asteroide, 2025) Lucía Solla Sobral construye una historia íntima y punzante sobre los vínculos que dañan sin dejar marcas visibles. La novela sigue a Marina, una joven de veintiséis años que se enamora de Jaime, un hombre veinte años mayor cuya aparente serenidad y madurez esconden una forma de violencia silenciosa que va erosionando la identidad de la protagonista.


Lejos de recurrir a escenas explícitas, la novela revela el abuso de forma gradual: los silencios calculados, los comentarios aparentemente inocentes que minan la autoestima, el control disfrazado de preocupación. La autora logra transmitir cómo, a través de gestos sutiles y una presencia que se vuelve asfixiante, Jaime moldea el espacio emocional de Marina hasta convertirlo en un territorio donde ella duda de cada decisión y de sí misma.

La narración destaca por su tono fresco, poético, contenido y su ritmo por momentos fulgurante, que reflejan la dinámica psicológica del vínculo. Marina, narra en primera persona, ofrece un retrato honesto de su confusión y de la dificultad de identificar un abuso que no deja moretones, pero sí cicatrices interiores. Su evolución —desde la fascinación inicial hasta una lenta toma de conciencia— resulta uno de los aspectos más poderosos de la obra.
A lo largo de la novela, la figura del padre fallecido adquiere un peso simbólico fundamental. Para Marina, su recuerdo funciona como un faro interior: un ser de luz cuya ternura, consejos y forma honesta de amar contrastan con la relación opresiva que vive en el presente. Solla Sobral utiliza estos destellos de memoria no solo para profundizar en la psicología de la protagonista, sino también para mostrar cómo el amor sano —aunque ya no esté— puede convertirse en un punto de referencia emocional. En los momentos de mayor confusión, Marina se aferra a esas enseñanzas paternas, que actúan como un mapa silencioso hacia su propia dignidad y hacia lo que merece.

La presencia del padre, entonces, no es la de un fantasma que la retiene, sino la de un vínculo luminoso que la impulsa a recordar quién es. Su memoria se vuelve parte esencial del proceso de tomar conciencia, un recordatorio íntimo de que la libertad y el respeto no son aspiraciones abstractas, sino realidades que alguna vez conoció y que puede volver a construir.

Comerás flores no solo explora una relación tóxica, sino también la recuperación del yo tras años de manipulación emocional. La novela invita a reflexionar sobre cómo la violencia puede presentarse en formas silenciosas y socialmente invisibles, y sobre la importancia de nombrarla para poder romper con ella. El recorrido interior de Marina se orienta hacia una comprensión cada vez más clara de lo que significa vivir en libertad. A medida que reconoce la naturaleza dañina de la relación, también empieza a vislumbrar la posibilidad de un espacio propio, lejos de las dinámicas que la han ido empequeñeciendo. Esa toma de conciencia —lenta, frágil, pero profundamente transformadora— se convierte en el eje emocional de la obra. Más que un punto de llegada, la libertad aparece como un horizonte necesario para que Marina pueda reencontrarse consigo misma, recuperar su voz y comenzar a imaginar una vida en la que su identidad no esté filtrada por el miedo ni la manipulación. La novela, así, plantea la emancipación emocional no como un hecho aislado, sino como un proceso vital imprescindible para volver a reconocerse. Un libro íntimo, incómodo y profundamente necesario.

Fernando Mañogil Martínez. 

lunes, 1 de diciembre de 2025

"Pequeña", de Ana Sánchez Huéscar

 El nuevo poemario de Ana Sánchez Huéscar, Pequeña (Bajamar editores, 2024) se erige como un viaje íntimo hacia los territorios más frágiles de la memoria. La poeta abre las puertas de su infancia con una sinceridad que conmueve, y desde allí reconstruye los paisajes emocionales que marcaron su crecimiento. A través de un lenguaje preciso y de imágenes que brillan por su sobriedad, se adentra en la luminosidad de los primeros años: los juegos, la inocencia, la mirada fascinada ante el mundo y el refugio cálido de la familia: "En el dormitorio hay un frigorífico / una mesita y dos camas. / Mi hermano duerme en una. / Mi hermana y yo ocupamos otra. / A veces, el frigo se abre a medianoche. / [...] Yo percibo un olor a mandarinas / escalando hacia la lámpara, / el resquebrajamiento de las cortinas / y la respiración del hielo, / modificando todos los sones / del silencio / en la ciudad congelada."


Sin embargo, la autora no evita las zonas de sombra. Uno de los núcleos más dolorosos del libro es la evocación del abuso cometido por un profesor, un episodio narrado con enorme pudor pero también con una fuerza que desarma. La poeta no cae en el morbo ni en la exposición gratuita; por el contrario, transforma el trauma en materia poética, mostrando cómo aquel impacto quebró su relación con el cuerpo y el deseo. Los versos, lejos de victimizarla, siguen la línea del autoconocimiento: la exploración de una herida que, aunque no desaparece, deja de gobernar su identidad: "Pequeña, / el fin del principio se acerca. / Soy un punto negro infinito que rasga / con uñas de felpa una silueta de humo. / Luego el destino me negará hijos / y asomada al dolor gritaré hacia adentro. / Pero aún no. / Antes, un sucio maestro / me arrancará el cuerpo de niña / para entregárselo a la lascivia."

El padre, muy presente en el recuerdo y en el presente, es uno de los ejes vertebradores del poemario. Su figura funciona como una contracorriente que arrastra nostalgia y preguntas sin respuesta: "Cuido de Papá. / Le plancho la ropa, / relleno con lavanda su frasco de colonia, / no le cuento a Mamá que lo he visto en el bar. / [...] Mi padre es un niño, un mecánico, / un hombre con mi primer apellido. / Es el hijo que no tendré, / el amor que nada espera."

Uno de los mayores logros del libro es el modo en que la autora enlaza estos elementos —infancia, dolor, amor, pérdida— para trazar el arco que la lleva a la adolescencia y posteriormente a la adultez. No se trata únicamente de un recuento biográfico, sino de una reflexión sobre cómo los recuerdos se transforman y cómo las cicatrices también pueden fundar una voz poética sólida. El tránsito hacia la madurez aparece como un proceso de reconstrucción: aprender a habitar el propio cuerpo, reconciliarse con la intimidad y encontrar un lenguaje que permita nombrar lo que antes solo se podía callar: "La sombra, el peso, la mancha. / La mano de los hombres quema / y repugno el deseo y lo siento / y me refugio en el amor. / Amo y temo. / Vergüenza y honor. / Hablar es vencer; / si lo cuento al fin / morirá la culpa."

Pequeña es, en última instancia, un acto de valentía y de lucidez. En él, Ana Sánchez Huéscar convierte su historia en una experiencia compartible, en un espejo donde quienes han atravesado el dolor, la pérdida o el crecimiento abrupto pueden reconocerse. Su escritura, contenida pero intensa, demuestra que la poesía no solo es memoria: es también una forma de sanar y de reclamar el derecho a contar la propia vida.

Fernando Mañogil Martínez. 

sábado, 22 de noviembre de 2025

"El dolor o tu nombre", de Manuel Pérez Martín

 El poemario de Manuel Pérez Martín, El dolor o tu nombre (Ed. Averso, 2024) se despliega como un cuaderno íntimo donde la melancolía y la esperanza conviven sin estridencias, respirando en versos que oscilan entre la pérdida y la posibilidad. La voz poética transita un amor que ya no está, y lo hace con una delicadeza que no elude el dolor, pero tampoco se regodea en él: lo observa, lo escucha, lo nombra con una serenidad que conmueve: "El viento ha estado / castigando las ventanas / toda la noche. / Ha vapuleado las paredes, / ha fundido las bombillas, / ha arrancado los cimientos / de mi cama. / [...] He amanecido / en el sofá tiritando / de amargura." ("Acotación").

Cada poema parece escrito al borde de un recuerdo, como si el poeta caminara por los restos de un pasado aún tibio. Sin embargo, lo que podría ser un territorio oscuro se ilumina con una sensibilidad que invita a seguir leyendo: pequeños destellos —una mirada nueva, una noche distinta, una palabra inesperada— revelan que incluso en el duelo hay semillas de renacimiento.

La obra encuentra su mayor fuerza en la segunda parte ("Tu nombre"), en esa dialéctica entre la herida y el horizonte. El amor perdido no se presenta como un final definitivo, sino como una estación más en un viaje emocional que continúa. Hay una búsqueda sutil, casi involuntaria, de aquello que podría llegar: un amor que no reemplaza, sino que acompaña; que no borra, sino que suma: "No creo en nada / ni en la literatura / ni en la lluvia, / ni en los globos aerostáticos / ni en el bricolaje. / En nada creo, ni en mí siquiera. / Melibeo soy." ("Tragicomedia").

En su conjunto, el poemario es un refugio para quienes han amado y han perdido, pero también para quienes, aun con cicatrices, aceptan volver a abrir la puerta: "A mi voz le pesa la armadura / abollada de los días. / Apenas se sostiene sobre /el quejido inaudible del final / de la jornada. / Sin embargo tu voz es capaz / de ahuyentar la niebla, / de darle forma al barro, / de iluminar los rincones/ más huraños del invierno." ("Tu voz vestido de ti").
Estamos, pues, ante un libro que duele, un libro que se debate entre la culpa y la redención, un recordatorio de que la vida no se detiene en lo que se pierde, sino que se reinventa con lo que aún puede encontrarse.

Fernando Mañogil Martínez. 

viernes, 14 de noviembre de 2025

"Puerto sin mar", de Esther Abellán

 El nuevo poemario de Esther Abellán, Puerto sin mar (Chamán ediciones, 2025), se erige como un canto desgarrado y, al mismo tiempo, luminoso, sobre la pérdida y la resistencia. Su núcleo simbólico —la desecación del mar— atraviesa cada verso como una herida abierta: el mar que retrocede, que se convierte en desierto, refleja no solo la devastación ecológica sino también la humana. Allí donde antes hubo agua, vida y movimiento, el yo poético encuentra silencio, ruina y abandono: "El mar crujió bajo los pies / como una madera seca / que rompe los silencios / como gritos acunados/ en el balcón del alma. / Los símbolos rozaron / el lenguaje del agua / y se quedaron dormidos / para serenar los cuerpos."


A través de imágenes intensas y una voz que oscila entre la denuncia y la contemplación, el libro entrelaza la desaparición del paisaje con otras pérdidas contemporáneas: el amor, el desahucio, la migración forzada, la fractura de los vínculos. El mar seco se convierte en metáfora de todas las sequías que padece el ser humano —la emocional, la social, la espiritual—, en una geografía común de la desposesión: "Miré fijamente el paisaje / hasta sentir la inmensidad rota en mi garganta. / Observé que la línea del mar se dibujaba en el asfalto / envuelta y astillada en los pulmones. / Mi corazón se aferró a la esperanza del viaje de Ulises / y los esturiones me inundaron los ojos / y las lágrimas volaron sobre las olas / para escribir frente a un puerto sin mar / plagado de deseos y ficciones."

Sin embargo, en medio de esa aridez, el poemario no se entrega al nihilismo. La palabra poética, como una semilla que resiste entre las grietas, germina en esperanza. Hay destellos de recuperación, de solidaridad, de una naturaleza que, aunque herida, conserva su pulso. Esther Abellán parece decirnos que la vida no desaparece del todo: se transforma, se esconde, busca nuevas formas de agua: "En el gran muelle desierto y frío / aparece la nativa de fuego y salitre / de alma viva y enigmas tubulares / paisaje de hornacina seca y almíbar. / Carne de ultramar descubridora de dioses. / Como pez de lomos plateados y lunares / transita con esperanza y dulzura. / Sus pies echan raíces y vuelve el mar / como si nunca se hubiese ido."

Con un lenguaje sobrio pero cargado de potencia simbólica, Puerto sin mar consigue que la catástrofe y la ternura coexistan. Su lectura deja una huella doble: la del dolor compartido y la del impulso por renacer. Es un poemario que invita a mirar el vacío, pero también a escuchar el rumor subterráneo de lo que todavía puede florecer.

Fernando Mañogil Martínez. 

viernes, 7 de noviembre de 2025

"Herida y ventana", de Fernando Parra Nogueras

La nueva novela de mi admirado amigo Fernando Parra Nogueras, con el sugerente título de Herida y ventana (Ed. Funambulista 2025), nos invita a acompañar a su alter ego que, tras caer en una profunda depresión, decide retirarse a la casa de sus abuelos, ya fallecidos, en un pequeño pueblo de la serranía andaluza. Desde ese paisaje de calma y distancia, intenta recomponer su mente, ordenar sus ideas y encontrar una salida al laberinto emocional en el que se ha perdido.


El relato, construido con una prosa limpia y contenida, se adentra en los pliegues de la mente con una sinceridad poco habitual. No hay sentimentalismo ni dramatización, sino una mirada lúcida sobre el sufrimiento y la lenta tarea de reconstruirse. El entorno rural —con sus silencios, su luz y sus rutinas— actúa como espejo y contrapunto del mundo interior del protagonista, dibujando una geografía del alma tan precisa como el paisaje que la rodea.

En medio de ese retiro emerge Bea, la esposa, como figura clave del relato. Su presencia se erige en símbolo de esperanza y guía, una suerte de Beatrice contemporánea que, como en la Divina comedia de Dante, conduce al protagonista fuera del infierno emocional. No desde la trascendencia, sino desde la humanidad más sencilla: el amor, la paciencia, la comprensión.

La novela logra, con sutileza y hondura, hablar de la salud mental sin clichés ni concesiones, reivindicando el poder sanador de la palabra y la compañía. Es una historia de caída y redención, pero también un canto al amor como brújula en tiempos de oscuridad.

Con esta obra, mi querido tocayo confirma una madurez narrativa y una sensibilidad capaces de convertir el dolor en belleza. Una novela luminosa sobre la fragilidad y la esperanza, ambientada en un rincón de Andalucía donde el silencio, lejos de ser vacío, se vuelve promesa de renacimiento.

Amigo, lo has vuelto a hacer. Tú también eres de remontadas épicas.

Fernando Mañogil Martínez. 

viernes, 10 de octubre de 2025

"Amarilla", de Marta Sanz

Amarilla (La Bella Varsovia, 2025), el nuevo y quizás mejor poemario hasta la fecha de Marta Sanz, nos sumerge en una experiencia poética áspera, de respiración contenida, donde el lenguaje no se derrama, sino que se filtra como una herida mal cerrada. Este no es un libro de contemplación pasiva, ni mucho menos una celebración de la belleza efímera. Es un poemario que se escribe desde el borde, desde la carne viva, desde un mundo que arde no por pasión, sino por desesperanza, enfermedad y violencia:

 "Se me perdió un poema / en mitad de la calle. / Tuve una visión instantánea y certerísima. / En el lagrimal, alfiler. / Horas más tarde, / no puede recordarlo. / Es mentira que olvidemos / solo las palabras / que no merecen la pena."


Desde los primeros versos, el lector se enfrenta a un yo lírico que no puede —ni quiere— replegarse al interior de sí misma. Su mirada, en cambio, está tensamente volcada hacia el exterior, hacia una realidad insoportable: el conflicto en Gaza, ese epicentro de dolor repetido y olvidado por la comodidad de Occidente. Marta Sanz no pretende explicarlo ni tomar un rol mesiánico. Escribe desde la herida, no sobre ella. En sus versos, Gaza no es solo un territorio geográfico, sino también un símbolo del despojo, la infancia mutilada, la rutina de la muerte. Hay una ética del lenguaje que se despliega en cada poema: no se trata de estetizar el sufrimiento, sino de dar testimonio de lo que duele incluso en la distancia. El compromiso es radical no porque grite, sino porque resiste al silencio:

"¿Tenemos derecho a compartir la acrimonia, / la hez, / la grieta, / contra un punto / muy específico / del globo terráqueo? / El misil geoestratégico desgarra la tripa concreta de un niño palestino."

Sin embargo, el conflicto externo se entrelaza con otro frente de devastación: el del cuerpo enfermo. El poemario avanza como una radiografía que se revela lentamente, mostrando primero sombras, luego órganos marchitos, hasta terminar en una conciencia que se enfrenta al deterioro con una claridad casi cruel. No hay lugar aquí para la idealización del dolor físico: la enfermedad es mostrada como una forma de despojo más, una pérdida progresiva de lo que alguna vez fue vitalidad, deseo, futuro. Hay pasajes donde el cuerpo se presenta como un campo de batalla sin héroes, sin gloria; solo el cansancio, la repetición de los síntomas, el eco de las consultas médicas, la espera interminable en pasillos clínicos sin nombre:

"En la cama A-23 de agudos, / una mujer con cara de buena / se quita la vía de un tirón / y se caga encima / y se vuelve a cagar. / (...) La médica le hace poner las palmas / hacia arriba y hacia abajo, le pregunta por sus hijos y sus nietas mayores, / todas ya menopáusicas."

Esta conciencia de la decrepitud no es únicamente física. El poemario construye una visión del tiempo en la que el porvenir es apenas una brasa que se extingue. “Porque sé que la edad contamina y depreda”, dice uno de los versos más demoledores del libro. El futuro no es promesa, es carga. Hay una nostalgia amarga por un porvenir que nunca llegó o llegó vencido. El lenguaje se vuelve más contenido, más opaco, como si el mismo proceso de escribir estuviera minado por la fatiga. Pero esa fatiga no es debilidad, es resistencia: escribir aun cuando nada promete ser salvado:

"El ritmo del poema / es un latido. / Pum pum. / Pum Pum. / Todos los corazones, / más pronto que tarde, / se van a parar. / Llegará el fin / de cada soneto. / La definitiva extinción / de los estrambotes."

A nivel formal, el poemario se caracteriza por una sobriedad hiriente. No hay barroquismo, no hay ornamento; las imágenes son filosas, concretas, casi documentales. La puntuación se diluye en muchos pasajes, como si la propia sintaxis hubiera sido alcanzada por el deterioro que atraviesa a todo el libro. Esta decisión estilística no es arbitraria: expresa el quiebre del orden, la pérdida de estructura, tanto del cuerpo como del mundo, que amarillea y se descompone. Sin embargo, entre estos escombros, Marta Sanz no deja de buscar un lenguaje que diga, aunque sea con dificultad, lo que aún no ha sido dicho del todo.

Hay momentos en que el poemario roza una especie de mística oscura: no la del consuelo divino, sino la de una pregunta abierta hacia la nada. ¿Qué sentido tiene resistir cuando ya todo está en ruinas? La respuesta, si existe, no está en la esperanza sino en la obstinación de nombrar. El acto de escribir —de dejar constancia— se convierte así en una forma última de dignidad.

Amarilla es una obra necesaria y descarnada. No ofrece refugios ni respuestas fáciles. Se sostiene sobre el dolor, sí, pero también sobre la lucidez, esa rara forma de valor que consiste en mirar la devastación y, aun así, no apartar la vista. El lector no sale indemne, ni debería. Este libro no se cierra: se queda respirando lentamente, como un cuerpo enfermo que, a pesar de todo, insiste.

Fernando Mañogil Martínez 

domingo, 28 de septiembre de 2025

"Jardín cerrado", de Carlos García Mera

El flamante Premio Internacional de Poesía "Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2025 ha recaído en el libro Jardín cerrado (Devenir), de Carlos García Mera. Estamos ante un poemario que nace desde la contemplación serena del mundo natural y se adentra, con pasos ligeros y hondos, en el terreno íntimo de la conciencia. García Mera no escribe desde el apremio ni desde el artificio estético, sino desde una escucha atenta, casi espiritual, a los ritmos mínimos de la existencia: "Al aire un leve gesto, / la luz que no termina, / la mano abierta al pulso / de otra mano que escribe / un círculo secreto."

Este libro no es solo una recopilación de poemas; es un itinerario meditativo que propone una lectura pausada, casi como quien recorre un jardín zen (cerrado): sin prisa, en silencio, con la mirada abierta a lo invisible. No hay estridencias ni urgencias temáticas; hay una fidelidad profunda a lo esencial, a lo que —por estar siempre presente— suele pasar desapercibido: "He aprendido del liquen / la paciencia antigua de su oficio, / a respirar en la corteza de los días, / a compartir el secreto de la luz / destinada a lo invisible. "

Uno de los ejes más potentes del poemario es su forma de acercarse a la naturaleza no como un simple escenario, sino como un interlocutor íntimo, incluso como un espejo donde el yo poético se reconoce y se disuelve. A través de versos breves, a veces cercanos al haiku, el poemario retrata con sensibilidad paisajes mínimos: "Para ti quiero / una cama de helechos, / una lluvia mansa como un llanto / que limpie bien tu cuerpo / de llagas y de olvido."

En las imágenes que se despliegan por el libro observamos una mirada que va más allá de lo descriptivo: se trata de una comunión entre el afuera y el adentro, donde la observación conduce a una forma de revelación. La naturaleza, en este sentido, se convierte en maestra silenciosa, en símbolo y en umbral: "La naturaleza busca redondear sus formas, / acallar así el hueco de su herida. / La blanca nervadura de las hojas / pliega hacia adentro el aire / caliente de la tarde."

La introspección que propone el poemario no es un análisis psicológico ni una confesión personal, sino una especie de arqueología espiritual en la que García Mera no se impone; al contrario, se retira, se borra, para que aflore la naturaleza frente a lo material perecedero: "Lo poco que sé de mí / está escrito en el anillo más hondo de un nogal. / Buscamos lo inesperado / en lo alto de las torres, / en la cima de los templos. / Ignoramos que existe la sorpresa / en la belleza de lo simple, / en el jardín cerrado de un bosque / al que hemos sido invitados / después de la tormenta."

El uso del verso libre, de las pausas, de los espacios en blanco, da al lector la posibilidad de respirar dentro del poema. Se siente que cada palabra ha sido elegida con cuidado y que cada silencio es tan elocuente como sus versos.

Jardín cerrado nos enseña que en un tiempo de ruido, velocidad y saturación, esta poesía propone otra forma de estar en el mundo: estar presente, estar atento, estar en paz. Y eso, en estos tiempos, no es poca cosa.

domingo, 14 de septiembre de 2025

"Palabras sedimentarias", de Mª Carmen Ruiz Guerrero

 En Palabras sedimentarias (La Garúa, 2025), Mª Carmen Ruiz Guerrero se adentra en el territorio sagrado del lenguaje, ese espacio donde la vida deja de ser fugaz para devenir memoria, identidad y resistencia. El poemario no es sólo una recopilación de versos: es una meditación profunda sobre el poder de la palabra, sobre su rol insustituible para contar lo vivido, lo soñado y lo perdido:

Escarbo agujeros casi diariamente, 

algunos más profundos,

a otros les permito ser apenas.

Son madrigueras para mis deseos,

huecos terrenales hechos con las manos,

con las uñas, con el hambre.

(Fragmento de "Hermética")


Cada poema es una revelación íntima: la vida aparece fragmentada en imágenes, sensaciones y pulsos del tiempo, pero siempre reconstruida por la palabra. El yo poético no narra por contar, sino por existir. Aquí, hablar es vivir; escribir, sobrevivir. La palabra no adorna la experiencia: la sostiene, la funda, la transforma:

Las palabras aéreas llega un día en

que precipitan, como lluvia de otoño,

como hojas de otoño en su caída. El suelo

húmedo sabe qué hacer con ellas,

saborea su ser nutritivo y abre

las piernas

                      de par                  en par.

(Fragmento de "Palabras aéreas")


Hay en estos versos una conciencia aguda de que el lenguaje no es mero instrumento, sino un nexo infranqueable entre ser y mundo. Cuando la voz poética evoca la infancia, la muerte, un deseo, lo hace con la certeza de que solo mediante el verbo puede conferirle sentido a lo vivido. Así, vida y palabra se entrelazan hasta volverse indistinguibles:

No sé qué me da más miedo,

si que la vida se convierta

i r r e m e d i a b l e m e n t e

en literatura, 

o que la literatura 

i r r e m e d i a b l e m e n t e

se transforme en vida.

Callar, no escribir,

para que no exista.

Y a veces, cómo no reconocerlo,

escribir para invocar.

("Profecía")

En un tiempo donde la fugacidad amenaza con devorarlo todo, Palabras sedimentarias se planta como un acto de afirmación: mientras haya palabra, la vida no se extingue. El poemario no teme explorar el silencio, pero nunca lo concede del todo: incluso en la pausa, la palabra respira.

Con un lenguaje sobrio y una cadencia que oscila entre la meditación y la confesión, la obra de Ruiz Guerrero invita al lector a preguntarse: ¿qué sería de la vida si no pudiera ser contada? La respuesta resuena en cada verso: sin palabra, la vida sería un eco perdido:

La palabra es un pájaro.

En el pico guarda la semilla

del lenguaje origen,

siembra el vuelo, canta

la raíz.

("Ave de vuelo")


Fernando Mañogil Martínez 

miércoles, 10 de septiembre de 2025

"Un solo árbol", de Patricia Crespo

 El último poemario de Patricia Crespo, Un solo árbol (Ed. Milenio, 2024), presenta una profunda densidad simbólica y filosófica, donde la creación no es solo tema sino método. Desde las primeras páginas, el lector se adentra en un bosque —literal y metafórico— que funciona como matriz del lenguaje, del cuerpo y del mundo. Este poemario es un territorio donde la naturaleza no sirve como escenario, sino como principio generador de sentido: “Un árbol puede / señalar la encrucijada / pero no el destino, / aunque crezca sobre mi tumba.”

El libro se divide en dos secciones: “El cuerpo” y “El bosque”, cada sección corresponde a un momento de ese devenir, con un ritmo interno que emula los latidos de una conciencia cósmica. Patricia Crespo escribe con una voz que se enraíza en la materia del mundo, pero que al mismo tiempo asciende hacia lo abstracto, como si los árboles mismos pensaran y hablaran: “Las raíces del árbol derribado/ niegan, / niegan la tierra a la que se les unció, cuando ven el sol / por primera vez. / Así te niego yo.” (“Negaciones”).

Uno de los grandes logros del poemario es su reflexión sobre lo real desde una perspectiva corporal: no hay metafísica sin carne, ni pensamiento que no atraviese el tacto, la sangre, el deseo. El cuerpo —femenino, animal, vegetal— es tratado como una extensión del paisaje, y viceversa: “La experiencia es un vaso roto, / leche derramada sobre el cuerpo. / La conciencia del dolor tiembla / —sobre el cristal ardiente— / se anticipa la escisión.” (“Fragmentación”).

La permeabilidad entre ser y entorno, entre percepción y materia es un continuum a lo largo del poemario. La creación poética se vive aquí como una fusión radical entre interioridad y exterioridad, como una experiencia que no distingue entre nervio y raíz.

La filosofía que subyace a Un solo árbol no es discursiva sino vivida. Más cercana al pensamiento de Merleau-Ponty o de los presocráticos que a cualquier teoría sistemática, Patricia Crespo encarna una mirada onto-poética del mundo. El poema no dice “algo sobre” el ser: el poema es una forma del ser: “De pronto la bruma de un amanecer besa / las puntas de las yemas de un tilo o un avellano / y descubro la noche en la madera vieja / que me hace hoguera y cierto resto de árbol.”

En suma, Un solo árbol es, un florilegio de piezas breves construidas desde la reflexión íntima, casi metafísica, una obra que exige una lectura atenta y una disposición sensorial plena. No es un poemario para leer con prisa, sino para habitar, para posarse en sus ramas y observar desde sus raíces.


Fernando Mañogil Martínez 


martes, 2 de septiembre de 2025

"Dejaré el título para el final", de Alejandro López Pomares

Alejandro López Pomares, conocido por su faceta de narrador y poeta, nos sorprende ahora con una nueva pieza teatral, Dejaré el título para el final (Calblanque, 2025), una obra escrita con una estructura metateatral que reflexiona, con ingenio y profundidad, sobre el proceso de creación escénica. En ella, no presenciamos simplemente el desarrollo de una historia, sino el viaje interno de una obra que intenta construirse a sí misma desde el vacío, en un esfuerzo casi desesperado por cobrar vida y llegar a ser representada.

Desde el inicio, el texto se presenta como un ente inacabado, consciente de su propia fragilidad. Los personajes aparecen sin un rumbo claro, como piezas de un rompecabezas sin marco. Cada uno lucha por encontrar su lugar en una narrativa que aún no ha visto la luz al final del túnel.

Este conflicto interno se convierte en el motor principal de la obra. El lector o espectador asiste a una serie de discusiones entre los personajes y la propia estructura dramática —la Escena, el Acto, el Conflicto— como si fueran entidades vivas que reclaman coherencia, dirección y sentido. La obra, en su afán por completarse, se enfrenta a los dilemas clásicos del teatro: ¿qué historia merece ser contada?, ¿qué voz debe guiar el relato?

Uno de los grandes logros de esta obra es cómo convierte el proceso de montaje teatral en un drama en sí mismo. Las dudas sobre el tono, el género, el final… se convierten en obstáculos casi épicos. No se trata solo de escribir o actuar: se trata de existir. En ese sentido, la obra recuerda a otras piezas clásicas del teatro dentro del teatro, como Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, pero lo hace desde una sensibilidad más contemporánea, más lúdica y también más autoconsciente.

El resultado es una experiencia rica en matices, que combina humor, crítica, y una reflexión profunda sobre el arte y la identidad. Dejaré el título para el final no solo nos muestra cómo se construye una obra de teatro: nos enfrenta al caos creativo que toda obra debe atravesar para encontrar su forma y su voz.

Esta pieza teatral no es simplemente una obra sobre el teatro, sino sobre el deseo de ser. Una obra que se mira al espejo y, en lugar de verse completa, se ve en construcción, y en esa búsqueda, nos encuentra también a nosotros, los lectores (o espectadores), cómplices del viaje.

Fernando Mañogil Martínez. 


domingo, 10 de agosto de 2025

'La comedia de la carne', de Carlos Pardo

Después de diez años de "silencio poético", Carlos Pardo nos sorprende con La comedia de la carne (La Bella Varsovia, 2025), en este poemario, el amor aparece como un territorio minado: a veces campo de batalla, otras un escenario tragicómico donde las promesas se disfrazan de eternidad, pero caducan antes de tiempo. Pardo recorre distintas perspectivas del sentimiento: el deseo inicial que arde y enceguece, el desencanto que se filtra como agua fría por las rendijas, y la herida que, en lugar de cerrarse, aprende a convivir con nosotros: 

Avanza todo al paso

de una epifanía.

Y esta, por lo común,

empieza con la decepción.


Decepcionarse te libera

tan rápido del miedo

a errar, a ser incomprendido

o tan solo a perder.


La decepción es una libertad.


(Fragmento de "Decepcionarse")


La tristeza aparece a menudo, pero no es constante ni asfixiante: se aligera con destellos de ironía, como si la voz poética guiñara un ojo al lector para decirle “sí, duele… pero no vamos a fingir que no tiene algo de ridículo”. Esa ironía, lejos de trivializar el dolor, lo vuelve más humano: permite reconocer que el amor es un asunto serio, pero también una obra de teatro donde nadie recuerda bien su papel:


Hemos vivido muchos días juntos.


Hasta ponernos malos por

una intoxicación 

ha sido la oportunidad

de conocernos más

y vivir en la cama.


Hoy me recuerda los inicios

de nuestro amor. No es una

sucesión de señales

del destino sino

el más destartalado erial.


Yo no estuve ni fui

su verdadero amigo nunca.


(Fragmento de "Después de los mejores días juntos")


Con un lenguaje que oscila entre lo íntimo y lo punzante, estos poemas capturan la fragilidad del vínculo afectivo y la manera en que, incluso en la pérdida, buscamos sentido en los gestos pequeños, las anécdotas mínimas y las frases malgastadas. Es un libro para quienes saben que el amor, en cualquiera de sus formas, siempre deja una mezcla incómoda de nostalgia y risa.

El broche de oro es el último poema, eje y corazón del libro, el tiempo se despliega como un mapa inmenso: comienza en los orígenes de la Tierra, cuando todo era magma y promesa, y avanza hasta la actualidad, donde la modernidad late entre pantallas y ruido. Cada verso es una capa geológica: en las primeras, se siente el peso de la creación y el misterio de lo que nace; en las últimas, una superficie erosionada por siglos de búsquedas inconclusas.

Carlos Pardo no se limita a narrar el paso de los años, sino que lo experimenta como una línea que une la grandeza de lo elemental con la pequeñez de nuestras rutinas. La ironía asoma entre las grietas: se sugiere que, a pesar de tanta historia acumulada, hemos habitado este tiempo “vacíos”, como si la herencia del universo fuera demasiado vasta para nuestras manos frágiles.

El poema condensa el espíritu del conjunto: la tristeza de lo que se pierde sin siquiera haberlo poseído del todo, y la extraña belleza de mirarnos desde lejos, como una especie que ha pasado por eras enteras para terminar preguntándose por el sentido de su propia sombra:


La tierra


tiene una edad aproximada

de cuatro mil quinientos millones de años.


La vida en la tierra

comenzó hace tres mil o cuatro mil

millones de años,

dependiendo de qué consideremos vida.


Los homínidos tienen una antigüedad

de cuatro a siete millones de años,

según qué definamos como homínido bípedo;

los Homo, tan sólo

dos millones y medio.


El primer Homo sapiens,

eso que somos, aparece

doscientos mil años atrás.


Hasta el diez mil antes de Cristo

baila, se aburre y hay quien aventura

que para entonces ya ha inventado

la religión. El Homo vive

feliz cazando al fresco.


La cosa acelera un poco antes del

cuarto milenio antes de Cristo:

la escritura, la rueda, las ciudades,

el comercio, la guerra y la decoración

de templos.

                 Es decir,

ciento noventa mil de nomadismo

recolector, caza abundante y frío

glacial, sin escasez y sin malaria

(sin las enfermedades de vivir apiñado),


y apenas

seis mil (o siete mil) años de Historia,

de convivir con la basura,

el ahorro y los recuerdos.


Mientras el hombre caza, la mujer

descubre la fermentación,

inventa la cerveza y, de paso, la química,

los telares y las manufacturas;


y el dibujo rupestre,

donde cada animal es único.


Ciento noventa mil años

sin dobles sentidos,

con una confianza literal

en el símbolo

que a veces

pone en riesgo la vida:


por ejemplo si nos alimentamos

de la hermosura de una flor azul.


Ciento noventa mil años sin arte

ni comedia romántica

ni verdadera poesía.


Sólo seis mil años de Historia.


Seis millones: un mono

baja del árbol con andares

desordenados. Dos millones:

un rostro familiar.


Ya hay moscas en el Pérmico.


Es imposible no sentir predilección

por los años vacíos.


("Ya hay moscas en el Pérmico")

(Poema íntegro extraído de: https://luvina.com.mx/ya-hay-moscas-en-el-parmico-carlos-pardo/ )


Fernando Mañogil Martínez. 


jueves, 7 de agosto de 2025

'El gran amor', de Andrés García Cerdán

El gran amor (Visor, XXVII Premio Generación del 27, 2025) es un canto sereno y vital que se alza en medio del ruido del presente. Lejos del cinismo o la desesperanza, Andrés García Cerdán opta por una mirada clara, casi contemplativa, con la que recorre el mundo y la naturaleza no como simple escenario, sino como una fuente inagotable de sentido.

Con una voz limpia y sin afectación, García Cerdán celebra lo esencial: el ritmo secreto de la vida cotidiana. Hay en estos versos una conciencia del milagro de existir, una ética de la atención y del asombro. La naturaleza, descrita con una delicadeza que evita lo grandilocuente, se convierte en refugio frente a la violencia —esa otra fuerza que el poeta nombra solo para negarla, para marcar distancia:


Hablaba todo el mundo 

de todo,

pero todo era silencio en todo.

Tanto bullicio para qué.


Ahorcada en los semáforos 

moría la verdad,

esto es, todo lo que 

tiene que ver con la belleza.


Ya no olían a nada los limones:

dónde su cristal amarillo,

el jugo de su hermoso ácido.


Tanta caducidad, 

tanta mentira, 

etcétera. 

(Fragmento de "Mentiras, mentiras")


El rechazo de la violencia no es panfleto ni consigna: es una elección estética y moral. El poema, entonces, se convierte en un espacio de resistencia suave pero firme, donde la belleza no es evasión sino afirmación de vida.

Entre las imágenes más conmovedoras del libro se encuentran aquellas dedicadas al hijo. La paternidad no aparece idealizada, sino como una forma concreta del amor: una presencia que transforma, que arraiga, que da sentido. El poeta no observa al hijo desde una distancia paternalista, sino que se deja interpelar por su mirada, por su fragilidad, por su capacidad de renovar el asombro ante el mundo:


Mira, Teo. Aún hay gorriones.

Es septiembre y se mueven

a tu lado. Los últimos 

gorriones.

Se hacen 

con un trozo de pan y vuelan cerca,

un poco, apenas unos metros,

y desde ahí te observan: te conocen.

(...)

Si aparecen, si vienen hasta ti,

es porque saben

que tú eres su hermano. Míralos:

su eternidad, 

su asombro, 

su alegría. 

En cada salto, el gran amor

del mundo,

una celebración del equilibrio.

Han venido a cantar contigo. Canta

con ellos. Dales pan, dales un nombre.


(Fragmento de "Mira, Teo")


Otro aspecto destacable del poemario es la importancia que se le da a la palabra, la cual no solo nombra el mundo: lo reinventa. Cada verso es una declaración de fe en el lenguaje, en su capacidad de capturar lo fugitivo, de darle forma a lo inefable, de rescatar la belleza de su silencio.

La voz poética parece decirnos que, en un mundo cada vez más ruidoso y fragmentado, aún es posible detenerse, observar, nombrar… y al hacerlo, salvar algo de lo perdido. La poesía, en este sentido, se vuelve no solo testimonio, sino forma de resistencia. Frente a la brutalidad o la indiferencia, este libro defiende la belleza como una forma de verdad, y la palabra como su instrumento más noble

El poeta se acerca a la realidad con una conciencia aguda de que todo lo visible —la luz, el cuerpo, la flor, la lluvia— necesita ser dicho para existir plenamente. Nombrar no es aquí un gesto utilitario, sino un acto casi sagrado. La palabra se vuelve puente entre el mundo y el asombro, entre la experiencia y su sentido profundo:


Adoro ese hierbajo 

que hunde su raíz en las baldosas

o se estira en los techos de uralita

como si ahí

fuera a encontrar el cielo. 

(...)

Ante este éxtasis vulgar,

ante el temblor de lo invisible, 

morir de amor.


Malditos sean los mezquinos 

los que van por ahí ajenos 

a la fragilidad.


(Fragmento de "Alturas")


En tiempos oscuros, este libro elige la luz. Y no una luz ingenua o decorativa, sino aquella que se filtra entre las grietas, que persiste a pesar de todo, la luz amorosa, el gran amor de los seres queridos y la imponente naturaleza.


Fernando Mañogil Martínez. 

viernes, 1 de agosto de 2025

'Mis fantasmas', de Juan Pablo Zapater

Mis fantasmas (Visor, 2019, XLV Premio Ciudad de Burgos) es un poemario íntimo y evocador donde Juan Pablo Zapater, con una voz madura y a veces desgarrada, se sumerge en las aguas profundas de la memoria. Es un reencuentro con los fantasmas del pasado: la infancia como un territorio perdido, las mujeres amadas que dejaron huellas imborrables, y el yo fragmentado que intenta reconstruirse entre lo que fue y lo que anhela ser:

Cada cual a su modo,
en el siglo azaroso en que le toca
ser actor de este mundo,
lo comienza a escribir sobre las tablas
del primer escenario de sus días.

El libro queda abierto y después llega
el tiempo a numerar sus blancas hojas,
donde lápices nuevos se deslizan 
trazando esos dibujos inocentes
que imitan a la vida, los renglones
torcidos que los años, poco a poco,
con su paso enderezar.

(Fragmento de "El libro de la vida")

A través de una poesía sobria pero cargada de imágenes, el poeta traza un mapa emocional de su vida, donde cada poema funciona como una estación de tren abandonada, con ecos de risas lejanas, promesas rotas y momentos de revelación. La nostalgia no se impone como un lamento, sino como una herramienta de autoconocimiento. La infancia aparece no solo como un recuerdo dulce o melancólico, sino como el germen de todas las dudas y certezas que vendrán. Las mujeres que cruzan estos versos no son meras musas, sino figuras complejas: madres, amantes, ausencias que dialogan con la voz poética desde distintos planos de la realidad:

Si resbalo a tus pies, cuando te veo
calzada con las últimas sandalias 
que le robaste al aire
o vistiendo por puro desafío
tus tacones violentos que convocan 
a los ángeles rotos de la noche,
es para distinguir las dos mujeres
que en tu cuerpo se ocultan.

Dos hembras diferentes, dos versiones
opuestas pero al fin complementarias,
continencia y lujuria, paz y guerra,
corazón de caricia y latigazo,
relámpago del sol sobre la nieve, 
así, ciego en tu luz, yo te deseo.

(Fragmento de "Dos mujeres")


Uno de los grandes logros del poemario es su capacidad para construir un puente entre el ser que fue —herido, curioso, a veces ciego— y el que será: más consciente, pero también más vulnerable. La poesía, en este sentido, se convierte en un espejo retrovisor, pero también en una brújula que apunta hacia la muerte:

Nada nuevo respira 
bajo la calma luna,
lo que debió nacer está en el mundo
y lo que no nació, nunca ha existido.

Amparado en la noche
hay un ser que se sabe, como otros,
herido de metralla por el tiempo,
que ha perdido soldados y batallas
y aguarda en la trinchera,
con las balas mojadas, la rendición final.

("Nada nuevo bajo la luna")

Con un estilo que oscila entre lo confesional y lo simbólico, el autor logra hacer de lo personal algo universal. Sus versos nos recuerdan que todos llevamos dentro un archivo de sombras, un mundo de fantasmas que, en algún momento, necesitamos revisar para seguir adelante. Mis fantasmas es, así, una obra luminosa en su oscuridad, y profundamente humana en su dolorosa honestidad.

domingo, 27 de julio de 2025

La trayectoria poética de Berta García Faet: entre la sensibilidad contemporánea y la subversión del lenguaje

Hace unos días acabé mis lecturas y anotaciones sobre la poesía de Berta García Faet, he aquí mis conclusiones:

En el contexto de la poesía española del siglo XXI, la figura de Berta García Faet (Valencia, 1988) representa una irrupción singular por su capacidad de conjugar elementos heterogéneos —como lo afectivo, lo político, lo kitsch y lo metapoético— en una voz lírica reconocible, lúdica y formalmente arriesgada. Su obra, que se desarrolla desde finales de la primera década del 2000, ha ido consolidándose como un referente de la sensibilidad poética millennial, sin por ello perder densidad crítica ni exigencia estética.

Los primeros libros de García Faet, recogidos en Corazón tradicionalista: Poesía 2008–2011', ya mostraban una orientación poética marcada por el descentramiento del yo, la hibridez estilística y una voluntad de renovación del registro sentimental. La poeta se vale de estrategias como la autocita, el humor autoconsciente o la mezcla de niveles lingüísticos para construir un sujeto lírico fragmentado, que tematiza su propia fragilidad sin ceder a la solemnidad:

Lo sé: eres brontofóbica y frágil,
una conquistadora nata pero, en el fondo,
brontofóbica y frágil, un ser de deseo.
Tienes la costumbre estúpida e insana
de, cuando no crees en el amor (siempre en verano),
burlarte cruelmente de esa ex-creencia;
de, cuando crees en el amor, compadecerte
de los días del sí: dices tú fuera, placebo emético:

tú fuera
de mi cuerpo: fuera
a tu valle de carótidas y ojitos de chantaje psicológico.

Así –lo sé muy bien– pasas la vida
desde un lado
reprendiendo al otro lado
(aunque también lo entiendes);
me tengo para siempre, te repites.

Pero
decir distimia no la suprime,
decir océano no lo suprime.

Como muchos labios-huracanes de este mundo,
vas en bicicleta
con qué sé yo qué fosforitas esperanzas.
Como la mayoría de los Tribunales Constitucionales
de Europa,
eres reactiva: calibras
los conjuntos y subconjuntos de los colores ajenos:
incluyes los deseos ajenos
en tus pulcras ecuaciones interiores
(son hipótesis);
caminas
(por no morirte)
alegremente: brontofóbica y frágil, sin embargo
musical
y espartana
(por no morirte: entiende esto: por no morirte).

(Fragmento de "Fundamentos de la agridulce ciclotimia")

La ironía, en esta etapa, no opera como negación de la emoción, sino como mecanismo de defensa frente a un lenguaje lírico heredado que la poeta parece querer deconstruir desde dentro. El resultado es una poesía aparentemente ligera, pero cargada de dislocaciones discursivas y crítica cultural.


Con La edad de merecer (2015), García Faet alcanza una mayor cohesión formal y una claridad lírica que no renuncia a la complejidad del yo poético. El amor, más allá de ser un motivo recurrente, se propone aquí como núcleo ético, como una forma de resistencia frente a la alienación y la precariedad emocional. El poema se convierte en espacio de negociación entre la subjetividad individual y el deseo de comunidad afectiva:

Creer que estás embarazada

Querer sexo (querer que quieran sexo
contigo) pero pasar el viernes sola

Ponerte en el pellejo de la hermana de Celan
que nunca apareció

Ver llorar a un anciano
que ha visto un reportaje en la televisión pública
sobre el abandono de ancianos; su triste párpado
               de repente
chasquea

Ir al ginecólogo y decir
creo que estoy embarazada

Desmayarte de nervios y dolor; el doctor te hipnotiza
con su insulto feroz “no sé por qué, querida,
te duele tanto este dilatador: es
para vírgenes”

Decirle a tu madre
he ido al ginecólogo
porque creía que estaba embarazada

Ah, ¿ya mantenéis relaciones sexuales completas?
Y sin precauciones, estoy decepcionada

Ver que tu madre está decepcionada, tu
madre está
decepcionada

Ponerte en el pellejo de Celan
que jamás encontró a su hermana
imaginaria

Ponerte en el pellejo de Giséle porque
Celan intentó estrangularla porque
jamás encontró a su hermana
imaginaria

Querer gustarle pero él te dice
si quieres vamos a mi cuarto o a tu cuarto

Lleváis apenas 10 minutos
con los besos no te fías
de él

Querer sexo pero no fiarse

Ah, ¿pero querías algo auténtico?
Y sin precauciones, estoy decepcionado

Me dijiste que tenías el corazón atado
al tobillo

Lo siento lo solté un momento me dormí
y se me escapó

Es un desobediente
Muy mal muy mal pídele perdón al chico

Perdón

chico

("Daño 18")

Desde el punto de vista estilístico, este libro profundiza en la fusión de registros cultos y coloquiales, e intensifica la musicalidad del verso libre. García Faet demuestra un dominio del ritmo y de la imagen poética que refuerza la dimensión performativa de su escritura.

En Los salmos fosforitos (2017), la poeta radicaliza su apuesta formal y temáticamente subraya su filiación con una tradición visionaria y transgresora. El título, que remite irónicamente al lenguaje bíblico, ya sugiere la tensión entre trascendencia y parodia que recorre toda la obra. El uso de un léxico desbordante, brillante, incluso hiperbólico, sitúa a este libro como uno de los puntos más altos de su trayectoria.

El lenguaje funciona aquí como materia viva, inestable, que se resiste a ser domesticada por formas tradicionales. Hay una voluntad clara de interpelar al lector desde lo emocional, pero también desde lo ideológico, al problematizar la construcción de género, los vínculos afectivos y los lenguajes del poder, al modo del César Vallejo de 'Trilce':

Toda depresión es topográfica.

Meteoritos que laten.

En el locus amoenus de

mi carne,

trüena un lobo feroz.

Ejido puntillista! Minimizo mayúsculas!

Rubores encarnados, ab-

undantes, undantes. Ya estamos otra vez

en The Miriam Hospital, ya estamos

otra vez

en la sala de espera. Locus tenebrosus,

                            cuando las avenidas están completamente a oscuras     

loca loca loca pero no, tranquila! Soy

 

o estoy

tranquila, créeme! Me tomo mis meteoritos

como me han mandado.

Lato. Puedo decir

“puedo decir que ya pasó,

porque estoy tomándome mis meteoritos”?

(Fragmento del poema "LVII")


En libros posteriores como Una pequeña personalidad linda (2021) y Corazonada (2023), García Faet continúa explorando la relación entre escritura e identidad. En particular, Corazonada —una recopilación selectiva organizada en estaciones— propone una autolectura crítica de su propio recorrido poético, permitiendo observar los ritmos y las obsesiones que atraviesan su obra: el corazón como símbolo ambivalente, la infancia como lugar de la pérdida y del juego, la belleza como categoría inestable:


Mi más querido Adam Zagajewski:

estás en la terraza que ya comienza a helarse,
amigablemente charlas con un bigote húngaro
sobre la Ley de las Consecuencias Imprevistas
de la Siempre Embarazosa Acción Humana y Europea
que enunció Robert Merton;
mencionas a Anna Frank
y toses.

Mientras, estás en la Residencia de Estudiantes;
yo, embobada y fértil en la primera fila,
tomo nota de cómo escribir néctar y polen
sin renunciar al sentido de lo trágico:
lo alegre y lo insoluble y el amor sin ortodoxia
y algo más bello aún: lo bello inútil.

Tú no lo sabes —porque transitas,
porque trasladas
poemas
en rutas, sedas—,
pero mi cólico nefrítico se está fraguando in situ;
mi emoción
en castellano viejo
cuando dices Infancia, sangre, días festivos
en polaco,
hay que verla…

(Fragmento de "Charla con Adam Zagajewski que charla con Friedrich Nietzsche en la terraza del sanatorio")

En conclusión, la trayectoria poética de Berta García Faet puede leerse como un proceso de expansión y desplazamiento constante. Desde sus inicios, marcados por una sensibilidad híbrida y una escritura autoconsciente, hasta sus últimas publicaciones, donde la reflexión metapoética y la apuesta formal se intensifican, García Faet ha desarrollado una poética coherente en su pluralidad. Su obra ofrece una crítica del lenguaje poético tradicional a través de la reapropiación irónica y afectiva de sus signos, y una apuesta por la belleza entendida no como orden, sino como intensidad, rareza y fragilidad compartida. Sin lugar a dudas es, para mí, una de las voces a tener en cuenta en los próximos años.

Fernando Mañogil Martínez.